Tienes el anterior movimiento de Alma aquí:
Si no sabes de qué va esto, o te has quedado más atrás, puedes buscar en el índice de la partida y empezar a leer desde el principio.
Hay nuevo movimiento todos los lunes y viernes. ¡Acuérdate de suscribirte para que no se te pase ningún turno!
✔︎
Bueno… Esa luciérnaga no parece peligrosa, quizás…
(56% de votos)
Notas que el chico te mira la pierna prostética, que asoma bajo la bata, pero no dice nada. Cuando vuelve a levantar la vista, dices:
—Bueno… Esa luciérnaga no parece peligrosa, quizás…
Tu vecino mira hacia aquella luz danzarina, muy cerca ya de la puerta de su piso. Si tiene alguna intención de seguirla, no lo parece en absoluto:
—Me da que ezta coza quería atraparla. ¿Y ci hay más dentro?
Vuelves a mirar a la criatura y, coordinados como en un cambio de bases, tu vecino te mira a ti.
No es que sepas demasiado de animales, pero eso no se parece a ninguno que conozcas. Un murciélago calvo con brazos. Las orejas muy grandes, cada una del tamaño de ese cráneo que ya no existe, y las alas amplias que se unen bajo la cadera hasta formar algo como una cola muy larga. Estás bastante segura de que los murciélagos no tienen cola. ¿Qué comen los murciélagos? Este, aparentemente, luciérnagas gigantes. Tal vez sería buena idea recogerlo, o no: llamar a la policía y que lo vieran tal cual está… Aunque tampoco es la escena de un crimen, ¿no? Caes de pronto en esas historias, esas de alguien que viene de sus vacaciones de Tailandia con un animal raro y lo suelta por ahí o lo tira por el retrete y aparece por cualquier lado comiéndose ardillas… Pero ¿y la luciérnaga? No hay luciérnagas en Madrid, y menos de ese tamaño.
En el silencio del rellano, todavía llegas a oír el aleteo; está ya ante la puerta del tercero be. No parece agresiva, todo lo contrario, pareciera que estuviese tremendamente perdida:
—Si hubiera más dentro, la luciérnaga no iría, ¿no? —dices—. Los animales saben de esas cosas.
No responde, y tampoco te hace falta. Con la muleta en alto, por si de verdad terminase habiendo más murciélagos raros dentro, avanzas hacia la luciérnaga, que justamente encuentra la apertura de la puerta y se cuela en el piso.
Aceleras el paso y escuchas que el vecino te sigue:
—Mierda… —susurra.
Ha pisado el charco de sangre y ahora va dejando huellas azules con el pie izquierdo. Te das cuenta, por segunda vez, de la pinta que debes de tener y casi te ríes: el pelo empapado, en bata y pantuflas, con una muleta del revés como mandoble.
Tocas con cuidado la puerta y la empujas un poco. El piso es como un espejo del tuyo, pero como si hubiera pasado una estampida de ñus por ahí. Abres a un salón grande con lámparas, cajones, sillas, hasta estanterías y la televisión, por el suelo, y ves la luciérnaga; está en mitad del desorden volando en eses.
Entras y escuchas a tu espalda cómo el vecino se limpia a conciencia el zapato en el felpudo. Lo miras y te sonríe una disculpa:
—Ez que ci no, la alfombra blanca…
La alfombra de pelo largo apenas se ve con la cantidad de trastos que tiene encima. Pese a la estampida, se nota que tu vecino tiene gusto para la decoración, aunque, ahora, lo único que quede medianamente en su sitio para corroborarlo sea un reloj de pared; un reloj blanco de péndulo, y la luciérnaga va precisamente hacia él, errática, como siempre.
Te acercas, bordeas el sofá cruzado que pretendía dividir el salón en dos ambientes —cuando los había— y llegas a apenas dos metros de la luciérnaga para darte cuenta de que no lo es. Un insecto, sí, quizá, aunque de cerca parece más una araña alada, porque sostiene con cuatro de sus patas una esfera brillante. Entiendes que es ese peso extra el que la está haciendo volar con tanta dificultad.
—No es una luciérnaga. Tiene agarrado…
Y el bicho desaparece. Ante tus ojos. Ni rastro. Sólo la pared vacía.
—¿Dónde ha ido? —dice detrás de ti.
—Estaba aquí hace un segundo…
Miras a tu alrededor, pero no está por ningún lado.
Apenas podía mantenerse en vuelo, es imposible que haya escapado tan rápido. Cuando bajas la muleta, confusa, algo se mueve ante ti, como una bruma que, al momento, se estabiliza y vuelve a la normalidad.
Con la mirada quieta sobre ese punto, sin querer pestañear, esperando que pase algo más, notas en la periferia de tu visión algo moviéndose muy rápido: las manillas del reloj. Negro sobre blanco, las manillas corren por la esfera como locas. Las señalas en silencio.
—Pero qué… —dice tu vecino, pero no termina, quizá porque estéis viendo lo mismo.
Entre el reloj y tú, esa bruma que te pareció ver aparece de nuevo, inconfundible con un efecto visual, con cansancio o con una ensoñación. Mueves la cabeza para mirarla desde otro ángulo: hay algo, una distorsión, ahí, cómo si se le hubieran empañado las gafas a la realidad.
—¿Esto…?
A partir de ahora tendrás tres días para votar en los movimientos de Alma, así que tienes hasta el domingo 8 de septiembre para decidir qué hacer.
¡Besitos volados!