Esta historia continúa:
La de hoy es la decimoprimera de la serie; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el capítulo que te falte.
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Aquella parte de la taberna redobló aún más el silencio al ver quién lo había roto y, por capilaridad, el mutismo denso se fue extendiendo a las otras mesas, curiosas por ver qué habría pasado allá:
—Y, aunque no sabes nada, sabes lo suficiente como para cagarte encima y largarlo delante de toda esta chusma —continuó la Cangreja—. Tú eres el verdadero muerto viviente, boquirrubio.
Por fin, Manolo volvió sólo para quedarse clavado en la puerta tratando de entender por qué la taberna había parado su actividad y miraba hacia la Cangreja y un don Julián muy pequeñito en su silla. La tabernera miró a su alrededor y aquel acento andaluz sonó como un azote:
—¿Qué estamos, en misa? ¡A vuestros asuntos, gentuza!
Desordenadamente, todos apartaron la vista de la Cangreja y, los más, tomaron sus vasos para beber y ocuparse en algo. Para cuando la tabernera volvió a hablar, las conversaciones y los choques de monedas volvían a germinar por todo el lugar. Señaló con la mirada:
—El viejo, el sarasa y la palomita discreta: conmigo.
Y caminó, segura de que la seguirían, hacia la cortina negra de detrás de la barra. Como patos persiguiendo a su madre, Manolo, don Julián y Amalia, llegaron en fila hasta ella y, antes de que cruzaran a la trastienda, un gigantón moreno, un jayán agitanado, se unió para cerrar aquella hilera.
—¿Qué diantres ha hecho usted? —dijo Manolo sin encontrar respuesta.
Probablemente todos esperaban encontrarse con un almacén polvoriento, cajas y barricas del vinagre que se vendía allí por alcohol; sin embargo, tras la cortina sólo había un pasillo oscuro, cavernoso, las paredes pintadas de brea, que seguía más o menos recto hasta llegar a otra cortina.
La luz era pobre al otro lado, apenas se veían las cuatro mesas que allí había, separadas por biombos entre sí. Sin excepción, las figuras de las mesas estaban embozadas, los sombreros muy calados, y atentos a las partidas que allí se jugaban en silencio lúgubre. Sólo un sonido aquí o allá de choque de monedas, de cartas barajadas… A ninguno le pasó por alto que las apuestas allí eran en oro de escudos y doblones.
No se detuvieron. Tras otra de aquellas cortinas gruesas, el suelo comenzó a descender hasta convertirse en escaleras y, si no fuera imposible… Si no supieran que el Manzanares es un río pobre, jurarían que, cuanto más bajaban, más les parecía escuchar el caudal agitado de un río, casi una catarata que maltratara las peñas en una caída aparatosa. Que la oscuridad fuera allí total, no hacía sino crear la ilusión de que, en verdad, estaban descendiendo hasta el mismo corazón agitado de la Tierra.
Al fin, muy agarrados a las paredes, les sorprendió la luz. La Cangreja había abierto una puerta de acero y los goznes ni se escucharon gemir ante la marea de guitarras, palmas y zapateo que les llegó con recuperar la vista. La catarata se hacía música y su caudal un baile de colores disparatados en vestidos de mujer y chalecos de hombres bordados con alegría. Al ver a la Cangreja, lejos de parar la fiesta, creció el griterío y todos le lanzaban voces en una lengua extraña para todos.
—¡Gitanos! —dijo Manolo, sintiendo de pronto el peso del deber.
Aquella sola palabra estaba prohibida, ni que decir de la lengua que hablaban; los propios vestidos y su misma música eran un delito. Tener una casa de juegos era una travesura al lado de permitir la reunión de tamaña multitud de «castellanos nuevos», como obligaba la ley a llamarlos.
—¡Cangrilla! ¡Abille a pindrar, que curas buter tú!
Manolo miró hacia atrás, desencajado. La única que sonreía era Amalia; hasta, en su paso hacia el fondo de aquella cueva blanquísima, cuando una gitana que se le vino encima agitando las mil enaguas de la falda, se había animado a copiarle y devolverle el paso, con lo que despertó la alegría de todo el que la vio.
—¡Qué descubrimiento de mundo! —le dijo emocionada a don Julián, cuya única respuesta fue apretarse contra el cuerpo la faltriquera donde guardaba todas las ganancias a la Banca.
Por fin consiguieron hacerse paso hasta llegar al fondo, donde tres ancianos, como esculpidos ahí, en aquellas sillas con sus bastones, respondieron a la inclinación de cabeza de la Cangreja. Abrió otra puerta y Manolo y don Julián entraron rápido, como si estuvieran huyendo de algo o estuviera lloviendo fuerte fuera. El gigante que les había seguido todo el camino cerró la puerta tras él y quedo ahí, bloqueándola entera de hombro a hombro.
La Cangreja se sentó al otro lado de una mesa llena de libros de cuentas. El despacho tenía tres estanterías como resto mobiliario, y todas llenas de aquellos libros gastados.
—Diego Tramontana es un mindundi —dijo sin más—. No podéis ir por ahí sin cabeza, porque, que os maten, es lo mejor que podría pasar. Conversaciones como las de arriba atraen gente que no necesitamos rondando por aquí.
—Pero ¿qué es este sitio? —dijo Amalia, todavía encandilada.
—Un sitio libre. Libre de verdad, no la libertad que venden los liberales, esa sólo para los que les bailan el agua —hizo un gesto, no más despectivo de lo que le era ya rutina, hacia don Julián—. Como este.
—Díganos usted qué demonios está pasando en el Cementerio General y simplemente nos iremos de aquí —Se adelantó Manolo.
—Es larga historia esa, y sabéis muy poco, muy poco. Mejor es que se os olvidéis de misterios y sigáis a lo que sea que hagáis los payos para ganaros la vida que vivís.
—Señora Cangreja, no pretendo ni por pienso irme de aquí sin saber eso que se me oculta.
El jayán de la puerta dio un paso, pero la Cangreja lo detuvo con sólo levantar la vista hacia él.
—Bien —Se recostó en la silla y rechinaron todas las junturas—. Mala suerte que la comunidad se haya llevado el resto de sillas para el baile, porque esta historia viene de atrás, de cuando la Gran Redada, y se os van a cansar las piernas de estar ahí como pasmarotes.