🌾XIII: Antes de rendir el alma
Continuación de la historia de Alma (Decimotercer movimiento)
Tienes el anterior movimiento de Alma aquí:
Si no sabes de qué va esto, o te has quedado más atrás, puedes buscar en el índice de la partida y empezar a leer desde el principio.
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Vas a la distorsión
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El método científico y la madre que lo parió.
Uno no puede pasarse la vida negando los cubos gigantes en la Antártida, los chemtrails, lo plano de la Tierra y los platillos volantes para que, cuando de verdad tiene delante algo del todo inexplicable, se largue sin investigar la anomalía.
Aunque lo que más te gustaría sería salir, cerrar con llave, e irte a la casa del pueblo a mirar estrellas con el telescopio de tu padre.
La distancia.
La curiosidad desde la distancia.
Sin querer, ahí, con un gigante que no deja de aporrear tu puerta, frente a un agujero negro imposible, te das cuenta de que siempre has hecho lo mismo: observar pasiva e inalcanzablemente. En cuanto algo se ha hecho demasiado próximo, demasiado posible para colisionar contra tus sentidos, has echado a correr.
¿No dejaste por eso el hospital?
¿No dejaste por eso la academia?
¿No corriste por eso a un despacho tan insignificante como para que no pudiera importarle a absolutamente nadie en la comunidad científica lo que hicieras?
Un golpe suena absoluto contra la puerta y te saca de esa tortura. Qué cruel sabe ser tu mente, incluso ahora. Otro golpe que hace vibrar las paredes. Parece que estuvieran estampado un coche contra la puerta.
Aunque con la respiración agitada, te acercas a la distorsión como se acerca uno para acariciar un gato callejero.
La bruma ha empezado a vibrar y, cuanto más cerca estás, más evidente es ese zumbido de alta tensión. Otro alunizaje a tu puerta te hace saltar, pero el gato callejero no huye, así que alargas la zancada. Es como si la realidad tuviera un agujero o como si se hubiera descosido. Tan cerca, puedes ver que está creciendo, milímetro a milímetro, como el avance del fuego por un papel, siempre con esa estridencia de colonia de abejas eléctricas.
Otro estampido en la puerta y escuchas gritos fuera, voces apresuradas que te recuerdan a la academia.
Con una mano sorprendentemente firme, agarras del paragüero lo primero que pillas y acercas la punta de tu paraguas bastón a ese borde de la ruptura para comprobar si, con presión, puedes tensionar los márgenes.
El último golpe a la puerta suena tan raro que te hace mirar hacia atrás.
Suena como si alguien hubiera dado una palmada contra la superficie del agua, pero muy lejana, como desde un pozo. Tu puerta golpea las bisagras y entra un hombre con un fusil. No es un policía, no es nada, viste con camiseta y vaqueros; encima, el fusil y el chaleco, profundamente negros. Tras él, casi pisándole los talones, entra una mujer vestida al estilo del otro, pero ella te apunta y hasta dice algo que no entiendes. Ves que aprieta los codos contra los costados, si inclina algo hacia delante. Va a disparar.
Cierras los ojos.
En la oscuridad piensas que la muerte no duele nada, que lo que más te asustaba de morir era el dolor y no hay nada de eso. Pero abres los ojos y ves esos colores brillantes.
Y deseas no estar muerto, que la muerte no sea así.
Una vez, todavía en la universidad, una compañera sintetizó dietilamida de ácido lisérgico y, un diecinueve de abril, por no sé qué historia de un científico en bicicleta, Rocío, Tati, Andrés y tú lo probaron, y no hay nada mejor que las siguientes diez horas a ese momento para describir lo que estás sintiendo ahora, en ese extraño vacío donde tu percepción está coja, descalibrada.
Alargas un brazo y tu brazo se va, se pierde entre los colores que te rodean como si alguien hubiera tirado de la cisterna. Sigues al brazo, sumiso, y todo tu cuerpo pasa a formar parte de una nube estelar que se ilumina alternativamente cada vez que pestañeas.
Si la muerte es esto otra vez…
Así que decides hacer lo mismo que durante aquellas diez horas: no resistirte, dejarte arrastrar a donde sea que quiera llevarte esto que te mezcla y te contrasta tanto con la realidad. Y viajas por nebulosas, vacíos profundos donde te conviertes en la misma ausencia, paisajes de naturalezas imposibles, islas flotantes, ríos de mercurio… y en cada entorno eres tú el entorno, eres la observación mirada, una escalera entre planos superpuestos que el universo pisa para subir a uno, bajar a otro, subir, bajar…
Hasta que la consistencia del mundo vuelve bajo tus pies, porque tu cuerpo recuerda de pronto cómo ser cuerpo, y el paisaje se estabiliza en un bosque oscuro, aunque extrañamente iluminado, como el interior de algunas discotecas. Los árboles tienes hojas reflectantes, violetas, azules… No puedes impedir que la vista suba más y se te pierda en el cielo nocturno.
Si la muerte es tener telescopios en los ojos…
No reconoces el cielo, tampoco sabes tanto de astronomía, pero hay algo demasiado evidente: este lugar, este mundo, tiene seis lunas; cuatro brillantes, que parecen ganar su luz gracias a un juego de espejos entre ellas, y dos oscuras, algo más alejadas.
Te tienes que llevar una mano a la nariz. Apesta. Buscas a tu alrededor y ves un charco enorme de vómito que ni siquiera la tierra y las raíces han sido capaces de absorber…
¡La coja! Piensas.
Y te resuelves a seguir ese camino, tan movido por querer encontrarla como por necesitar huir de ese hedor.
El terreno es extremadamente irregular, lleno de raíces y de un moho negro, aparentemente seco, pero que al pisarlo se hace resbaladizo como el aceite. No se te ocurre cómo alguien sin una pierna podría avanzar por aquí. Lo que es tú, te alegras de haber traído contigo este paraguas largo.
Así, a ritmo de paseo por el monte, llegas a escuchar algo a lo lejos, tras unos árboles que no tenías pensado atravesar, pero aquello parece una voz, así que cambias de rumbo, esquivas ramas y cruzas al otro lado sólo para encontrarte con… ¿Un hombre montado a velociraptor?
Saltas de nuevo tras los arbustos.
Aunque te da la espalda, resulta evidente que el jinete no es humano. Tiene la cabeza de un verde azula… Te da un escalofrío, la piel es muy parecida a la de aquel murciélago que se te clavó a los hombros. Muy muy parecida, tornadiza, como si hubiera una linterna dentro acercándose y alejándose de diferentes zonas de la piel, o como un correr de mareas.
Una hoja cae sobre tu mano y está tan caliente que tienes que agitarla. Gente verdosa, hojas que queman; tiene sentido.
Entonces, cuando el jinete talonea al velociraptor emplumado, se pone de costado y puedes ver a tu vecina, en bata, con la cara desencajada de horror. Reprimes una exclamación y te quedas así, con la mano libre contra la boca.
El jinete la apunta con una espada.
¿Qué coño está pasando? ¿Dónde nos hemos metido?
Piensas en salir, pero ¿qué ibas a hacer, pegarle un paraguazo? Igualmente, tu cuerpo se comanda solo para forzarte a erguirte, para saltar de nuevos los arbustos, para que sea lo que Dios quiera…
Pero el jinete agita la espada y le corta el cuello a tu vecina.
Esta vez no necesitas una mano para reprimir un grito, porque no hay grito, porque las piedras no gritan. Estás en medio del camino, seco, viendo como tu vecina cae de rodillas con una catarata de sangre bañándole el pecho y la bata. El jinete simplemente avanza y la montura placa el cuerpo de la mujer al pasar, tirándola de lado.
Una vez juraste algo.
Un juramento que hicieron antes de ti a dioses griegos, que tu hiciste a una diosa moderna, sin rostro, que llaman ética. Pero demasiado pronto te diste cuenta de que no se te dan bien las urgencias, que no se te da bien la responsabilidad de una vida, que no tienes hombros para cargar con algo así.
O eso te dijiste cuando dejaste el hospital.
Hace demasiado que estás en un laboratorio de ensayos clínicos. Demasiado conociendo la sangre desde sus tubos etiquetados, demasiado sin que ninguna sangre pueda salpicarte. Sin embargo, el cuerpo te da un paso hacia delante, y otro. Y decides que sí, que eres médico, que estás cansado de decir cada vez que alguien te pregunta: «pero ahora trabajo en ensayos clínicos».
Eres médico y sabes cómo salvar una vida.
O sabías, hace un par de años.
Llegas para estabilizar la postura de tu vecina y le tratas de inmovilizar el cuello como puedes. Gorjea algo y la sangre te mancha la camisa.
—No hables —susurras.
Las vías respiratorias no están afectadas, eso es bueno. La paciente no para de desangrarse, eso es malo. Te quitas la camisa y ejerces una presión suave sobre la herida. Tu vecina te mira con las pupilas como aquellas lunas negras del cielo. Esa mirada no te ayuda, así que apartas la tuya al camino.
El jinete ya no está, ha seguido hacia el interior del bosque. Eso es bueno. Levantas la camiseta un poco para ver cómo avanza, pero la herida es demasiado profunda, no vas a poder cortar la hemorragia así…
Eso es malo.
Desafortunadamente, el día en el que se estudió cómo detener una hemorragia en medio de un bosque mágico con un paraguas como todo equipo médico, no fuiste a clase.
Te secas el sudor con el brazo y vuelves a hacer presión sobre la herida mientras piensas qué posibilidades tienes. De pronto, tu vecina convulsiona y temes lo peor, pero es sólo que una de esas hojas candentes le ha caído en la pierna. Se la retiras de un golpe.
Vuelves a mirar tu camisa, cada vez más teñida en rojo.
Mierda, ¿cómo cojones…? Espera. Quizá puedo intentar…
Intentar un packing: rellenar la herida con tu camisa para comprimirla y taponarla.
Intentar un pinzamiento del vaso sangrante: pinzar la fuente de la hemorragia con un clip que tienes en la cartera para detenerla.
Intentar una hemostasia térmica: ayudar con el calor de una hoja de árbol a acelerar la coagulación.
«Es un médico pelirrojo»
Eso me escribió una suscriptora cuando se abrió la ventana de rasgos para crear a nuestro querido pelirrojo allá por el movimiento tres y, gracias a eso, Alma tiene una oportunidad de sobrevivir.
Por eso es importante que, cuando se abren ventanas de rasgos, diálogos, etc.: PARTICIPES, cojones. Van a tener una repercusión real en la historia y te vas a sentir mucho más parte de ella.
Ya sabes cómo funciona la encuesta, tienes hasta el domingo 29 de septiembre para votar qué técnica usa nuestro médico pelirrojo.
Y, sí, ya sé que tú (quizá) no eres médico, que no sabes qué carajo elegir, pero esa incertidumbre que tienes es la misma que tiene él, porque no se acuerda.
Así que jugamos con eso.
¡Besitos volados!
Me tienes enganchado a la historia, cabronazo
Eduardo la pastilla!💊