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Antes de rendir el alma
🎙️Audio II.3: Antes de rendir el alma
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🎙️Audio II.3: Antes de rendir el alma

Segundo acto: Movimientos VII, VIII y IX

Este audiolibro es la continuación de:

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Esta historia continúa el:

Antes de rendir el alma

Segundo acto
Movimientos VII, VIII y IX

2.VII Refugio

En mitad del camino, de tierra en esa parte del campus, el anillo pasa del brillo anaranjado, incandescente, a su color original: un dorado oscuro que casi lo hace confundirse con el camino.

El aroma es tan intenso ahora que te cuesta oler nada más que esos brotes dulces, mixtos, entre plomo, lavanda y algo más; terroso e ígneo. La lava debe de oler muy parecido.

Luna, igual que tú, se ha quedado mirando el anillo, pasmada, todavía una mano sobre el pecho, como intentando encajar un fallo de la Matrix.

Sin darte cuenta, la miras directamente, sin escudo, por encima de las gafas de sol:

—¿Estás bien? —dices.

Un gesto de sorpresa. La mano recobra vida antes que ella y se masajea. Al devolverte la mirada, ves un agradecimiento inocente, casi infantil. Te das cuenta, porque hubo una vez alguien que también se te sorprendió así: no esperaba que tu primera reacción fuera preocuparte por ella.

—Sí, gracias.

Entonces esa otra sorpresa, más amplia, como las ondas en un estanque después de la pedrada. Te subes las gafas. Esa sorpresa del que reconoce los ojos de tu padre en los tuyos. Y te apresuras a hablar, que al menos no tenga tiempo de decirte lo excepcionales que son:

—¿Todavía no ves una conexión entre el anillo y esos secuestradores? Lo mismo Men in Black está basada en hechos reales.

—A ver… Yo ya me lo creo todo, pero no sé… Quizá es un anillo chino o algo. En plan anillo mechero, yo qué sé —Te mira con ganas de gritar eureka—. ¡O un anillo ambientador! Por eso a ti te huele, ¿no? Y se le habrá petado la resistencia o algo…

Devuelves la mirada al suelo. Has olido cien mil ambientadores, velas aromáticas, perfumes, inciensos… De pequeño te gustaba ir con tu madre de compras sólo por eso, por poder ir a la sección de velas o perfumes y descubrir cómo se las ingeniaban para reproducir tal olor real en su falsificación pulverizable.

Era casi como ir al museo de cera y buscar parecidos entre los muñecos y los famosos de verdad. La cuestión es que ese olor no existe, punto. Ni en las perfumerías ni en las tiendas de decoración.

Después del silencio, Luna asiente, o sentencia:

—Creo que mi hermano tendría un anillo ambientador. Lo que yo no vuelvo a tocar eso, vaya.

Sin embargo, ahora parece tan inofensivo. Por esa forma irregular, medio retorcido, ahí, en el suelo, ni siquiera recuerda a un anillo, sino a una pieza de algo que se hubiera caído.

Te agachas y lo tocas.

Está frío.

No sólo no quema, sino que de verdad está frío. Al recogerlo, aun expuesto en la palma, su temperatura se entibiece al momento. Le hablas a Luna, todavía fijo en el anillo:

—¿No lo quieres?

La miras justo para verla negar, y esos ojos árticos intentan acertar con los tuyos tras las gafas:

—Pero, si te lo vas a quedar, ten cuidado. Como lo dejes por ahí y se te prenda fuego la casa…

—¿Te ha dejado marca?

Se estira el jersey y busca, convertida ahora en una cascada pelirroja. Al emerger, vuelves a ver ese tatuaje del cuello.

—Pues no, y dolió igual que una quemadura de aceite…

—Qué pena, así habría tenido una excusa para hacerte un cover up sobre la cicatriz.

Arruga la nariz en una sonrisa:

—No necesitas una excusa para tatuarme y, además, no me disgustan las cicatrices.

Se te enfría la sonrisa. Recuerdas su antebrazo, lleno de autolesiones, aunque ella se mantiene sonriente, extrañamente cándida. Quizá es esa misma candidez vil la que te hace querer huir la vista de nuevo al anillo.

Y te das cuenta de algo.

Te acercas la mano contraria a la nariz. El olor, como de una estatua de roble con vetas de bronce húmedo, ya no sólo viene del anillo, sino de ti mismo, de tu piel.

2.VIII Tras el doble fondo

—Si sólo con tocarlo… —dices.

Notas la mirada de Luna en silencio, también la de algún estudiante, al pasar, entre conversaciones de camino a otro edificio o a la cafetería.

Tomas el anillo de tu palma, lo pinzas con índice y pulgar.

Nunca habrías creído que esos dibujos de tu infancia podían ser tan reales. Y es que, si tuvieras que describir la atracción que ahora mismo sientes, sólo podrías pintarla como esa nube que toma forma de dedo vaporoso y te hace un gesto atrayente: «ven, ven…», como al coyote a su propia trampa; una tarta humeante, en la repisa de una guillotina con forma de ventana.

Te acercas más el anillo, ya como un monóculo. Casi puedes ver el olor de bellota bronce, tostada o fraguada, enmarcándolo; enmarcando a su vez el camino terroso hacia la cafetería, los árboles al fondo, ordenados, parte del pequeño parque de Filología.

—¿Por qué lo aplazo tanto? —dices.

Te pones el anillo en un arrebato, como el que se lanza de la cama al mundo tras la alarma, y ese olor obsesivo, a monte que no existe, desaparece.

Arrastras la bota contra el camino y hueles el polvo que conoces; hueles a Luna, por primera vez, un olor cálido, humano, suyo, que no se embotella en ninguna perfumería: huele a sábanas enrolladas entre las piernas y a amanecer de invierno, pesado y lento.

La miras para encontrar su mirada.

Ves su cara, pálida, con algo de esperanza aturdida, demasiado cansada para esa poca edad. Una cara. Una cara con ojos. Una cara con ojos azules que, mirando el borde de su iris izquierdo, ahí donde el color se pierde en negro y se astilla, te asoma a la corteza de un mundo con más mares que este, o más puros, o que brillan con más deseo. Un vuelo de pájaro te desmenuza nubes a tu paso y te olvidas de haber mirado unos ojos, te olvidas de que tú alguna vez pudiste ver de otra manera que en este descender rápido a una tierra vibrante de verdes, púrpuras y azules… con ese olor.

Toda con ese olor imposible.

Un escalofrío te recorre, tan intenso, que sientes que te separa de algo, que te rasga de algún lugar donde hubieras estado pegado para dejarte en el aire, a la espera de ser en algún otro sitio que no llega. Sólo un vacío que se suma al descenso acelerado, desde las estrellas, al corazón prieto de un bosque.

Miras a tu alrededor, aunque sientes el cuello rígido, firme, como el pilar que sostuviera el mundo. Ves un claro, las copas de un púrpura grisáceo, decadente, y un olor que se extingue, más de ceniza que de hierba. Miras al suelo. Un entramado de raíces cubre todo el claro hasta unirse en su centro, en un altar remoto de piedra labrada. Un altar vacío de donde brota ese olor a abandono y extinción.

—¿Quién eres? —la voz de un náufrago, temblorosa, incapaz de creer.
—¿Beni? —una voz femenina, distante, extrañamente cautelosa.

Se te atropella la respiración en el pecho. Es imposible que sepas si necesitas respirar más o dejar de hacerlo, sólo una ausencia que se te hace borrasca en algún lugar bajo la garganta.

«¿Qué?», quizá dices.

—¿Puedes en verdad oírme? —la voz náufraga, indeterminada, viene de detrás de alguna hoja del bosque muerto.

La buscas con la angustia de la necesidad.

Miras a tu alrededor y en la corteza desmenuzada de una raíz, una que se curva extraña sobre el altar, hay una grieta de persiana, un fino hilo de luz por el que, al acercarte, ves la cafetería del campus, alumnos que corren a algún lugar…

—¡Beni! ¡Beni! —la voz femenina te alarma con su urgencia.
—Dime, Faer, si eres tú… —una desesperanza aguda—. Dímelo, para creer o…

Las piernas en aspas, a la carrera, de ese adolescente se convierten en el vuelo de un insecto raro que aletea en una bruma pastosa y brillante, y te devuelve al claro. Por primera vez sientes frío, un manto delgado que te hace tiritar en el bosque.

«Qué es esto»

—Tranquilo, tranquilo —la mujer te susurra cerca, la escuchas más en su vaho que en su voz.
—Faer seas, o un ber'zarani errante, ten piedad de un perdido —la otra voz te tiembla cerca, casi en llanto.

Ante ti, al otro lado del altar, como un segundo comensal a la mesa, una luz tibia se te aparece.

—Ayúdame a salir, Faer. Sé tú la última misericordia de Eshayia, o… Sólo háblame, tiéndete a mi lado y háblame y… Ya no aguanto más silencio y noche, por favor...

En la periferia de tu visión, la luz del día se abre paso. Vagamente ves las copas de otros árboles, vivos, lozanos, más altos y recortados contra un cielo limpio, pero, sobre todas las cosas, el mundo se puebla de caras, se amontonan como tumores grotescos para mirarte con intensidad. Tantos ojos fijos, tan sedientos de ver, te atenazan de miedo, te hacen desear huir al bosque imposible y moribundo.

—¡Apartaos de una vez! —dice la voz de mujer.

«Gracias», lloras.

—¡Faer!
—¡Beni!

El halo de luz, al otro lado del altar, se abalanza hacia ti, desesperado, y casi notas su tacto tembloroso de tanta cercanía.

—Ya viene una ambulancia, tranquilo, ¿sí?
—Eres mi última esperanza, no me abandones —gime—. No me abandones...

La luz, anaranjada, vibra hasta licuarse. Extiendes una mano y notas su humedad agradecida. La luz toma aún más consistencia, casi dibuja ya una silueta humana, a tu lado, hasta que al fin brota de su centro una mano, la palma hacia arriba, menesterosa.

No es humana. Y es imposible que eso te espante. Notas arderte en el pecho el amor de un hermano al ver esa palma rugosa, oscura, con un vello fino y garras negras que se curvan en solicitud.

—Hermano. ¡Faer…! —la voz se colorea de alborozo.

Una mano pálida se posa en la raíz del altar, como si saliera de detrás de ella en una perspectiva imposible, como si la otra cara de la raíz ocultara un mundo del que sólo emergieran esos dedos de uñas mordidas.

—¿Tiene pulso? ¿Tiene pulso? —la voz femenina se acelera y sientes el galope hermanarse en tu pecho.

La mano crece algo más acá de la raíz y se te tiende, rígida, como quien alarga el brazo al borde de un acantilado; un acantilado sobre el que amaneciera, lento y pesadamente, con sábanas enroscadas en las piernas.

—Faer…
—Beni…

A tu derecha, de una luz esperanzada, naranja, brota la mano imposible de un hermano bestial; a tu izquierda, la mano temblorosa y pálida del tropiezo por un acantilado.

2.IX El corazón del bosque

Dudas.

Hay una clarividencia tétrica que te titila dentro, te dice que tomar la mano con garras desprenderá algo de ti para siempre, pero…

No me abandones… No me abandones…

Qué quedaría de ti después de desoír un lamento como aquel.

Tomas la mano bestial.

Su mano se cierra con fuerza y ese vello corto de la palma seca el sudor de la tuya.

La mano pálida se retrae como escurrida al fin al otro lado de la raíz y, con su ida, un barrido de luz te ciega, te vela el mundo con un destello blanco que borra el altar ante ti, los árboles y el cielo nocturno:

—No hay respuesta ocular —oyes desde el otro lado.

El hombre sigue hablando, pero la voz se ralentiza hasta convertirse en un gruñido incomprensible.

Perdido aún en el destello, la única prueba de que sigues conectado al mundo es esta mano, que te sostiene firme mientras los bordes de tu visión se aclaran y van dibujando, con la viveza del presente, el cielo nocturno, las copas encapotadas de los árboles, el altar de piedra…

Contienes la respiración, te tensas con el sobresalto.

Ante ti, un ser más corpulento que tú te mira con aprobación. Tiene la nariz chata de un felino, pero los ojos bien podrían ser los de un humano, si pasaras por alto esos iris naranjas. El mismo pelaje corto de la mano le cubre todo el cuerpo, aunque ahora ves que es de un color entre verdoso y azulado.

—Ber'zarani —dice en un trueno de voz—, no serás tú Faer el Inquieto, pero no me he equivocado al llamarte hermano.

Asiente al apretar una última vez la mano y la libera para estudiarte en silencio, como tú a él. Tiene barba, y el tono más claro que el resto del pelaje te hace pensar en canas; un color que se repite en el pelo trenzado, largo hasta perderse tras los hombros.

—Humanos —Descubre unos colmillos terribles con la sonrisa—. Sois calvos, como los hęrtigos. Pero no sois como los hęrtigos.

Te da dos palmadas amistosas en el hombro. La túnica que lleva, sin mangas, te recuerda vagamente a cierta conferencia en la universidad sobre el siglo XVI chino.

—Y tú… ¿Qué eres?

—Eshayia —Levanta un índice como para señalarte una curiosidad—. Probablemente el último de los Eshayia que se resiste a morir, si se puede decir que un ber’zarani está vivo.

Tras él, ves agitarse una cola, más poblada que le resto del cuerpo, como la de un leopardo de las nieves, quizá, pero también en ese color entre esmeralda y turquesa, imposible en cualquier mamífero que conozcas.

Te sorprende que te cueste tan poco decirlo en alto:

—¿Estamos muertos?

—Yo seguro que sí —arrastra la risa mientras habla—. Si estás muerto o no, es algo que me tendrás que decir tú, amigo mío.

Miras a tu alrededor: un ser alado que se esconde entre las ramas, hojas púrpuras, apagadas, casi negras. Tanteas las raíces con la punta de la bota, sientes el frío húmedo de la piedra al tocar el altar. Respiras, y ese olor imposible que perseguía a Luna se define en todo lo que te envuelve.

Si esto es un sueño, nunca has tenido uno parecido; si esto es real, es imposible que estés en la Tierra.

—¿Dónde estamos?

—Esperaba que tú trajeras más información sobre eso —El Eshayia se cruza de brazos y los músculos se le subrayan—. Al fin y al cabo, fue un humano el que me metió aquí.

—¿Eres una especie de genio en una lámpara o…?

Alza una ceja, esa misma que tiene partida por una cicatriz:

—Creo… que no. Bueno, me puedes llamar Gu… —Pero la sonrisa jocosa se le curva en solemnidad—. No. Has unido tu destino al mío, es justo que te entregue mi nombre. Me llamo Aug’naar Drahary.

Al escuchar su nombre, algo se te retuerce dentro, como un garfio que se te clavase en el pecho para tender un puente entre ese ser y tú. De algún modo, vuelves a sentir una unión física con él. Si cerraras los ojos, notarías su mano estrechar la tuya igual que durante la ceguera.

—Soy El Último Guardián de Eshayia. Mi alma pasó siglos encadenada a una armadura tras la muerte, hasta que un humano me liberó, pero sólo para volver a atraparme en este lugar. Aunque no tuviera intención de ello, quiero creer. No sé si esto me convertirá en un genio, en tu forma de llamar al mundo.

Dentro de ti ya sabes la respuesta, casi retumba a gritos, pero preguntas:

—¿Quién era ese humano?

Hace un gesto despreocupado con la garra:

—Un ser quebradizo, no tan bien formado como tú, Cándido es su nombre entre las cosas del mundo.

—El hermano de Luna…

—¡Exacto! Es pálido como una feyia de la Cuarta Luna, yo pensé lo mismo al principio, pero no, te puedo asegurar que es un humano como tú —Su voz no deja de electrizarte el vello; si un león pudiera hablar, sonaría así. Ojalá pudieras grabarla—. El hombrecito encontró el anillo de Faer el Inquieto y, por puro azar, azar del malo, cambié mi prisión de la armadura al anillo.

Bajas la vista. Ahí está, ese oro bastardeado en bronce, irregular, en tu dedo corazón. Aug’naar te mira también a las manos, pero, si es capaz de verlo, no lo parece.

—Sé que un ber'zarani no ha de entregar su nombre a desconocidos, pero ¿cómo he de llamarte?

—Mi nombre es Benito, pero ¿qué es un ber'zarani? Ya lo has dicho varias veces.

—Oh, un espectro, literalmente un «oscuro hambriento». Seres que no existimos ya en un único plano, que debimos emprender el camino hacia algún lugar. Un camino que nos fue interrumpido.

—Oscuro hambriento… Entonces no creo que yo sea un ber’zarani, ¿no?

El Eshayia se encoge de hombros y, por un momento, ver en ese ser tu misma gestualidad, te parece más curioso que este bosque tenebroso y todo este sin sentido mágico.

—No lo sé, pero si no sabías qué es un ber'zarani, al menos has de saber que no debes dar mi nombre a ninguna criatura viva, sería peligroso —baja la voz—. Para mí.

—Tranquilo, no lo haré.

Y silencio.

Aug’naar espera tus palabras, pero la verdad es que no tienes nada que decirle.

—Es evidente que sabes mucho más que yo —Haces un gesto al aire— de todo esto. Me he quedado para ayudarte a salir de aquí. Bien, ¿cómo te ayudo?

Asiente y, al respirar hondo, ruge sin pretenderlo:

—He tenido algún tiempo para pensar en que, si estoy en lo cierto, si esta es una reproducción del Bosque dentro del anillo de Faer, él ha de estar en alguna parte. O, al menos, una fracción de él aún ha de estar aquí, esa misma energía suya que mantiene esta cárcel viva.

Pese a todo, ves alegría en sus ojos. Tú mismo sientes su alegría dentro de ti.

Recorres los lindes del claro con la mirada. No sabes cómo de extenso será el bosque, pero, entre los huecos de los troncos, no alcanzas a ver un fin cercano. Aparte de eso, ante ti, sólo ese altar de piedra, alineado con el centro del claro e incrustado en cientos de raíces.

Jugueteas dándole vueltas al anillo con el pulgar mientras piensas. ¿Cómo encontrar a ese Faer?

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