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Antes de rendir el alma
🎙️Audio II.6: Antes de rendir el alma
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🎙️Audio II.6: Antes de rendir el alma

Segundo acto: Movimientos XVIII, XIX, XX y XXI

Este audiolibro es la continuación de:

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Esta historia continúa el:

Sábado 7 de junio

Antes de rendir el alma

Segundo acto
Movimientos XVIII, XIX, XX y XXI

2.XVIII: Quemar las naves

Pero, en cuanto hablas, se detiene sin que la sujetes, como con unas ganas secretas de creerte, de que la convenzas para quedarse ahí contigo.

—Alma, no sé quiénes son esos «ellos» ni qué narices es un alaris. Lo único que sé es que voy a encontrar a mi hermano y tú vas a decirme ahora mismo lo que sabes. Hasta que no lo hagas, no te voy a dejar ir.

No contesta. Queda suspendida, la vista al frente, hasta que la cabeza le bascula un tanto para mira al suelo. Te habla desde ahí, severa:

—Este mundo, el mundo que estás a punto de descubrir, es demasiado peligroso para alguien que no sabe controlarse la lengua. Deberías cambiar eso, antes de que te lo cambien a la fuerza.

Se gira al fin para mirarte con una decepción, tan honda, que la sientes con culpa, con ganas de volver atrás y cambiar tus palabras, pero antes de que puedas añadir algo que le borre ese desencanto, extraño en una desconocida, dice:

—Tu hermano está vivo. Si no lo has encontrado, es porque él no quiere dejarse encontrar. Hazte un favor y deja de buscarlo, o tendrás la mala suerte de terminar dando con él, y lo que verás no te gustará.

La sola idea te pasma, te apuñala por dentro: nunca habías pensado en la posibilidad de que tu hermano te estuviera rehuyendo, siempre lo habías imaginado cautivo, esperando la salvación; tú salvación, la única persona que en estos tres meses se había preocupado por buscarlo después de que se rindiera la Policía.

Alma se te despide con una mirada larga, como si comprobara que lo has entendido, y, al fin, se gira camino a la calle.

Da los primeros pasos, pero, la verdad, estás desencajada y te cuesta demasiado encontrar un motivo para detenerla.


En el espejo de agua, Alma da la espalda, y no te puedes creer que Luna esté a punto de hacerlo:

—La va a dejar ir —dices, incrédulo.

Aug’naar, a tu lado, mira el espejo como tú, pero no responde; aun separado diez o veinte centímetros del altar, parecen metros de tan erguido, o en guardia, que observa la escena.

—¡La va a dejar ir!

En un arrebato, lanzas una mano a la espalda de Alma, a tomarla del cinturón del abrigo, pero lo único que consigues es chapotear en el charco rojizo, desestabilizar la imagen un momento sólo para conseguir ver a Alma irse, igualmente, pero entre ajetreo de ondas.

Le das un golpe al altar y lo rodeas caminando a prisa, desesperado. Buscas algo más que se te haya pasado por alto: otra leyenda, una piedra suelta, lo que sea. Tu nervio crece incluso más ante a la impasividad de Aug’naar, todavía con esa distancia agria, que sigue mirando la espalda de Alma alejarse.

Aún dando círculos, incapaz de quedarte parado, incapaz de mirar como un imbécil cómo desaparece Alma para siempre, ves las inscripciones del altar: «Entrega lo último de ti».

Sigues dando vueltas, demasiado alterado como para pensar, el pulso disparado, martilleándote en los oídos: «Tan pequeño que cabría en una mano, tan poderoso que vale una vida». Lo lees todavía dos veces más, y otras tantas te retumba en la cabeza. Algo dentro se resiste a comprender, mientras que otra parte te espolea a que tengas el valor de unir las piezas.

Hasta que al fin te detienes. Y miras a Aug’naar:

—Lo último de mí… Es el corazón, ¿verdad?

Te miran esos ojos felinos por primera vez en demasiado tiempo:

—Sí, Benito. Cándido se sacó el corazón del pecho y lo entregó. Lo he recordado cuando ella ha dicho…

Se le apaga la voz y devuelve la mirada hacia el espejo rojo.

—Si entrego el corazón, ¿saldré?

Aguantas la respiración todo lo que tarda el felino en responder:

—Sí. Pero ahí fuera no está tu cuerpo, lo ha usurpado Faer. No sé qué pasaría si salieras ahora, no sé si… ¿Entiendes? —Lo entiendes, pero necesitas que lo diga—. No sé si podrás volver a tu cuerpo original, o si te condenarías a ser un ber'zarani, como yo, para siempre.

Cuando miras de nuevo al altar, junto a la inscripción, hay una daga ceremonial, curva, con el mango negro y una pequeña guardia dorada en forma de florituras. Das dos pasos y ya vuelves a estar ante la espalda en huida lenta de Alma, enmarcada en el espejo rojo junto al filo de la daga.

2.XIX: Ocaso del alma

Alma mira hacia atrás un momento. Ni siquiera en una despedida, sólo un reflejo, un comprobar que Luna no la sigue, pero sus ojos caen en ti a través del espejo. Quizá haya otras formas de encontrarla, piensas. Una vez en tu cuerpo. Ahora sabes que no está de baja, sino como ocultándose de algo, sólo tendrías que buscarla.

Pero Luna lleva tres meses. Tres meses sin descanso y ahí está, ante ti, en un descuido o una coincidencia planetaria, que te arrepentirías si desaprovecharas.

Tomas la daga y la sientes conocida en la mano, como si no fuera esta la primera vez que la empuñas. Al verla de cerca, notas que el filo está en la parte curva interior, no en la exterior como pensaste al verla.

Miras a Aug’naar.

Parece estar sereno, sólido en toda su corpulencia cruzado de brazos, pero la cola le delata; tras él, se mueve nerviosa, azota el aire como si por sí sola quisiera dislocarse para detenerte.

—Hay una llama en ella —dice entonces con ese rugido de voz—. Sé que hay una llama en ella y que tú no puedes rehuir su encuentro. Si, al final, lo peor sucede, si en vez de competir contra Faer por tu carne, caes en el vacío de ser un ber’zarani, habrá una llama mayor, universalmente atractiva, cien mil veces mayor que esta que ahora sientes por esa mujer. Seguirla es el destino de la vida que se apaga; resistirla, es el camino del hambre y la dulce perdición del ser. Si eliges el hambre por estar con ella, te habrás convertido en mi hermano en la necedad, y rezaré por que Eshayia te perdone.

Su rugido de gran felino calla, aunque sientes que esas palabras te acompañarán todavía más de lo que puedes entender ahora. Bajas la vista a la daga. Quién es ella para que hagas esto. Te posas el colmillo bajo el esternón para sentir como muerde la ropa y llega pronto a la carne. Quién serías tú si no lo hicieras.

Con un giro de muñeca, te clavas el filo curvo bajo el esternón.

Reprimes un gruñido.

Hay dolor, el mismo de apuñalarse el pecho en cualquier otra circunstancia, pero, tras él, sientes algo nuevo, un desvestirse al llegar a casa. Tiras de la daga hacia arriba y partes la primera costilla. Aprietas los dientes y, sin embargo, hay una necesidad: partes la segunda, la tercera. Eso es: te sientes escarbando, escarbando la tierra que te sepulta, una tierra que no sabías que existía hasta este preciso momento y, cada centímetro ganado por la daga, es una promesa de libertad y aire.

Partes la cuarta, la quinta y el dolor se vuelve un gemido de anhelo. Partes la última costilla y la daga se te cae, todavía repiquetea a un lado cuando te llevas las manos a la grieta del pecho y la abres, con un estallido de huesos que hasta hace quebrar su postura a Aug’naar.

Gritas como un renacido.

Bajas la vista y, dentro del cráter en el que te has convertido, ves un corazón que late con tantas ganas como tú de saltar fuera, de respirar ese aire nuevo prometido. La sangre de la mano se confunde con la sangre que lo envuelve y sientes en la palma tu latir desbocado.

El deseo te cierra los ojos, el corazón se contrae un segundo y tiras de él.

Las arterias y venas estallan como cabos en una tormenta marina y, cuando abres los ojos, el corazón es una cosa pequeña que sigue latiendo, ahí, en tu mano. Lo acercas al agua del altar como se quiere posar a un recién nacido en su cuna y, sin llegar al fondo esperado, sigues bajando la mano hasta que el agua te llega al antebrazo, el codo, el hombro y te acabas por deslizar dentro, escurriéndote en un sueño que te conduce a la caída en este pozo estrecho.

Y el sol te aclara la vista antes de que empieces a oír el viento, y el tráfico, sólo algo amortiguado por la distancia. La luz te ciega, pero reconoces Madrid en el oído y la vida en el olfato. Al abrir los ojos, te ves al lado de Luna, hombro con hombro, pero ella sigue atenta más allá. Miras. Sigue atenta a la espalda de Alma, y sonríes al verla.

Entonces, un nuevo destello. Primero a tu izquierda.

Miras hacia Luna para descubrir que la recubre un aura anaranjada. Se mezcla con luces verdes, cada vez más débiles, hasta convertirse en un brillo plateado que recorre ese manto ocre como las corrientes de un mar. Hueles y ese naranja se desprende un tanto. Como un jirón de nube de azúcar, vuela hasta ti y lo aspiras. Sientes entonces su miedo. Un miedo suave, diferente al terror, pero que la mantiene ahí, inútilmente paralizada.

Otra luz, mayor, te llama la atención hacia Alma. Su aura está geminada, dividida en dos casi a la perfección: una es violeta, intensa, con destellos de colores que brotan en su superficie como explosiones de un sol; la otra es serena, de un verde claro cambiante, que se confunde en otros colores.

Cuando piensas en acercarte a ella, en dar un primer paso que te lleve a poder descifrar esos colores como hiciste con Luna, la distancia entre los dos desaparece. Ya estas junto a su hombro y, ahí, anticipando ese palpitar descontrolado por el amor, sientes por fin la ausencia. Te sorprende. No hay respuesta en tu cuerpo: su cercanía no te ha encendido como solía, no hay excitación, nerviosismo, incertidumbre… Sólo estás a su lado y te das cuenta de que, si queda algo de aquellas pasiones, queda en una memoria, una que puedes articular para recordar que ella te hacía sentir así, y ese recuerdo es de algún consuelo. Es suficiente consuelo.

Al bajar al vista a tu cuerpo, ves un aura débil, azul, intermitente, lánguida como las luces de un barco que pide auxilio. Y, por fin, el gran amanecer surge a un lado; tanto es así, que en verdad piensas que se trata del Sol, pero, al mirar con los ojos entrecerrados, entiendes que se trata de otra cosa, algo nunca visto.

Aquellos sentimientos que te fallaron con la cercanía de Alma, se te disparan al mirar aquella llama infinita, a cien universos de distancia, pero igualmente sientes que, si alargaras la mano, rozarías su calor. Y un magnetismo incontrolable te atrae hacia ella, te convoca a la reunión en su fuego eterno. Pero Alma da otro paso. Su cabello se desordena, los rizos se tambalean un segundo y la hueles; tan viva que duele.

Es el aroma de la promesa, de la satisfacción del alma, del cruce de vías, del volver a ser.

Alma se aleja, y el daño de esa mínima distancia es por primera vez sangrante.

La gran llama permanece, absoluta, y, sabes, en cuanto encamines un paso hacia La Llama, nada en el mundo podrá desviarte de su encuentro.

Vuelves a oír el rugido de Aug’naar.

2.XX: Estos límites de mí

—Seguirla es el destino de la vida que se apaga; resistirla, es el camino del hambre y la dulce perdición del ser.

«Esto era así, todo este tiempo», piensas.

Avanzas hasta el exterior sólo para poder ver a Alma desde la distancia, acercándose a ti. Hay algo culpable en encontrarla bella así, mirándose la punta de los zapatos mientras avanza, ocupada en entender o entenderse. Fue una de esas ausencias la que te hizo fijarte en ella la primera vez: ese recogerse al alma que sólo deja a su paso un rostro sereno y olvidado.

Más que cualquier otra cosa, te enamoraste de aquellos silencios.

Y ahí vuelve a estar.

Por fin levanta la vista y da con la tuya. Pero no te ve. Algo se te quiebra dentro al darte cuenta. Nunca te ha visto. Nunca has sido menos invisible que ahora, siempre te ha atravesado su mirada, como un contemplar el mar. Sólo ha tenido para ti esa mirada de conjunto, la del profesor que mira la masa de una audiencia, vagamente conformada por individuos de tan tejida su identidad entre ellos.

«Esto me debería doler», piensas.

Encuentras ese dolor, en alguna parte, compacto en el pecho y entiendes que está ahí para que lo tomes, si quieres. Hasta se te despierta una apetencia por tomarlo, por alimentarte de él y tratar de llenar este vacío extraño que parece que te disipa el estómago.

Pero Alma llega a tu lado y te aletea otro algo dentro, unas ganas de vivir, de hacerte visible a sus ojos, de convencerla de que ella también te querría tanto. Estrecharla dentro de ti, guardártela dentro para que se vista tu alma.

Y vuelves a sentir Su calor.

Desde aquel horizonte imposible, escuchas Su llamado. Alzar los ojos, buscarla con la mirada, te ciega en un destello, aunque ahora entiendes que no está a la vista: te ciega la intensidad de Su llamada, aunque comprendas que está en el último peldaño de la existencia.

Ligaduras en el pecho, que nunca habías notado de tan estrechas, se te deshacen, se relajan y apuntan hacia el infinito como un bebé estira los brazos para agarrar el rostro absoluto de su madre.

Entiendes por primera vez.

Te das cuenta de la broma de la vida y sonríes, hasta te tienes que aguantar la risa al pensar en El Tercio Nuevo de Carabanchel, en tu padre, en la universidad, en tu infancia y tu futuro, en el amor y la desesperanza. Por fin ríes, con las manos en la boca, como si en verdad los que siguen dormidos te pudieran escuchar.

Ha sido todo tan auténtico, que casi…

Vuelves al lado de Alma, limpio por la risa, renovado y dispuesto:

—Yo te quise —dices, y ella se para—. Todo el tiempo, mientras fui, te quise, Alma.

Te mira.

Hace una fracción de momento, la necesitabas dentro, contenerla entre los bordes de ti; ahora sólo quieres derrumbar esos márgenes de una vez. Dejar de ser límite, parar de ser ya una existencia acotada.

Giras los hombros hacia La Llama y te dejas cegar.

Sonríes, y das el primer paso hacia Ella.


Cuando Alma se detiene, piensas que lo ha pensado mejor y hasta adelantas un paso hacia ella.

Verla irse, o pararse, te ha hecho darte cuenta de que, por mucho miedo que pueda dar, por mucho tanteo en las sombras que te pueda parecer, no puedes volver a casa y tan solo olvidarte de tu hermano porque «no quiere ser encontrado».

Además… Se te atraganta una verdad oscura. Si renunciaras, si volvieras a casa sola…

Pero Alma no te mira a ti, sino hacia el vacío, y crees ver cómo palidece justo antes de escuchar un crujido de cristales. O eso piensas. Suena como si un coche estuviera quebrando un montón de vidrio al pasarle, muy lento, por encima.

Miras tras de ti, hacia la puerta mecánica, pero ese sonido constante viene del frente y, al devolver la vista hacia Alma, ves que el aire se cristaliza en unas esquirlas firmes, aun en suspensión. Tiemblan, como si estuvieran conteniendo una fuerza interior, y por fin estallan en un estruendo.

Te proteges con los brazos, cierras los ojos, pero no te notas herida.

Al abrirlos, una estela tenue se desvanece, y sólo unas pocas de esas esquirlas quedan en el suelo. Alma, tensa, como preparada para correr tras alguien, mira hacia el final de la estela.

Buen viaje, bravo hijo de Eshayia —suena un rugido, manso, remoto.

Miras a tu alrededor:

—¿¡Qué ha sido eso!?

Pero ahí no hay nadie, solas tú y Alma. La tensión te ha debido de hacer sudar las manos, porque el anillo, que todavía tienes en la palma, está húmedo, algo resbaladizo. Lo guardas en la riñonera.

Alma ya ha abandonado esa pose de estatua griega y sólo mira al suelo, a las esquirlas que han quedado atrás.

2.XXI: Bloque de dudas

Te agachas para tomar una.

Está tibia, pese a parecer un pedazo de hielo alargado. Los extremos están algo apuntados, pero, cuando pruebas su filo con el pulgar, te das cuenta de que no tan afilados como para que puedan cortar.

Echas un vistazo accidental a otra de las esquirlas del suelo y compruebas lo que está pasando en otra cercana: todas, excepto esa que tienes en la mano, se están deshaciendo. Se derriten sin dejar rastro. Aun con el frío que hace, parece que se estuvieran evaporando como en una sartén a fuego lento.

Te acercas la esquirla, pero no parece haber nada dentro. Por algún motivo, te viene a la cabeza Beni. Muy intensamente. Recuerdas lo raro que ha estado actuando desde que se despertó del desmayo. Entre una cosa y otra, ya has pasado bastante tiempo fuera… Y de un modo bastante estúpido, te empiezas a sentir algo culpable por haberlo dejado solo cuando es evidente que está desorientado.

—Creo que sí eres su hermana.

Aún de cuclillas, miras hacia arriba. Alma tantea entre los dedos otra de esas esquirlas con menos curiosidad que pena.

—Por fin —dices y te levantas—. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué ha sido esa explosión? Y la voz…

—No lo sé, es una tontería, pero creo que… —aunque se calla y ese tantear la esquirla se vuelve enorme en el silencio—. De lo que estoy segura es que ellos van a venir aquí. Van a comprobar qué ha pasado.

—Pero ¿quiénes son ellos…?

—Esos a los que has estado tratando de encontrar, quienes se llevaron a tu hermano. Es gente peligrosa, tenemos que irnos de aquí.

Tenemos. Aun en la confusión, hay algo que se te alegra dentro:

—Vale.

Alma asiente y se guarda la esquirla en el bolsillo.

Vuelves a recordar a Beni, esa ligera culpabilidad por dejarlo solo en Urgencias y, como fichas que caen, ese remordimiento derriba en efecto otras hasta devolverte, en una carambola, a la duda de antes: «si de verdad Cándido no quiere ser encontrado, ¿no deberías dejarlo en paz?» Al fin y al cabo, ya sabes que está bien, eso dice Alma y, no sabes por qué, pero confías en esta mujer.

Quizá sólo debieras esperar a que él te encuentre a ti.

—Vamos —dice.

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