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Esta historia continúa en:
Suficiente.
No sabes qué ha sido eso, pero has tenido bastante. Nunca te habías sentido así, esa hambre desesperada, un odio agudo en el estómago, una cólera bestial… Y tienes la honestidad necesaria contigo mismo para saber que no quieres más, que no te importa tanto saber sobre esos monigotes de madera ni qué esconden los hęrtigos más allá.
Te das la vuelta.
—¡Eh, eh! ¿A dónde vamos?
—Noz vamoz de aquí.
—¿Enserio? ¡Pero si ya los teníamos! Los recordaba más fuertes en vida, se ve que se han echado a perder con los siglos. ¡Hay que aprovechar, podemos tomar toda la aldea!
—No. Ezo ha zido cazi una poceción, o zin cazi. No mola, Guardián.
—¡Vamos! No he hecho nada. Tal vez lo que siento es contagioso de algún modo, pero no quería hacerte nada, de verdad.
—Puez lo que zientez ez horrible.
Antes de llegar a la puerta te detienes. Te tensas en guardia.
—¿Qué? —dice él.
—Hay algo raro. Mira allí.
Junto a los cadáveres han nacido setas, setas del tamaño de un puño, una incluso como un balón; imposible que estuvieran ahí antes sin que las hubieras visto.
Crees que ese ligero movimiento que tienen es por la brisa, pero un grupo de setas blancas, con forma de campanillas, salta graciosamente para detenerse entre dos cadáveres y rebuscar en la tierra.
—Creo que zon criaturaz…
Entonces, de debajo de ese tapiz parduzco con setas, salen dos brazos regordetes que sostienen en alto el libro que perdiste. Exclama algo en un chillido agudo y el resto de setas se giran hacia ella.
Hay una seta grande como un globo aplastado, violeta o azul marino, con un reborde blanco que parece de ganchillo; otra pequeña, roja, que podrías haber visto en la Tierra, y otra marrón con los bordes curvos como un sombrero mexicano.
Al fijarte mejor, ves que todas sujetan algo: un casco, flechas partidas y lo que parecen dos orejas largas de hęrtigo.
Te acercas con cuidado, pero ves que el libro, todavía alzado sobre la hierba gira un poco hacia ti. Con el segundo chillido, todas las setas, incluida la del libro, salen disparadas corriendo, demasiado rápido para su tamaño.
—¡Eh! ¡Mi libro!
Y corres tras ellas.
Más que esprintar, aunque puedes ver que tienen patitas, parece que van dando brincos muy rápidos, como carreritas de saltadores olímpicos en miniatura. Hacen, en sus rebotes, un sonido burbujeante que, si no fuese porque te están robando, puede que te pareciera adorable.
Y, de nuevo, empiezas a sentir el peso de la armadura lastrarte y desinflarte el cardio.
—¡Vamoz, Guardián! ¡Pon de tu parte como antez!
De pronto, casi te sientes levitar. Las faldas vuelven a empujarte y el balanceo de brazos te empieza a dar una velocidad imposible ni con tu mejor ropa de deporte.
Con un sonido de pompa de chicle, el ser de las tres setas de campanilla en la cabeza, ese que va más adelantado y lleva el libro, salta y se adentra en los arbustos de la primera línea de árboles. La siguen las otras tres, con sonidos igual de estúpidos; saltan justo antes de que llegues tú, como un ferrocarril imparable, destrozando cuanto tenga la mala suerte de interponerse en tu traqueteo.
Pero superado el grupo de arbustos, adentrado algo en el bosque, no ves ni rastro de las setas saltarinas.
Miras a tu alrededor, como un estúpido, pensando en qué manera más tonta de perder algo tan valioso. Entonces, ves, junto a un troco, una gran seta roja:
—¡Ajá!
Gritas a la vez que saltas a por ella y, cuando tiras para descubrir al ladrón, el sombrero de seta se desprende y debajo ves un ser de piel morena y nariz abultada que, al caer a un lado, levanta los brazos en súplica:
—Purio mon’i, purio mon’i!
—Dice que podemos compartir los purios. Han de ser esos pequeños seres —te traduce Guardián.
Al tenerlo en la mano te das cuenta de que el sombrero de seta parece madera pintada. Estaba disfrazado, tal vez pretendiera cazarlos. Además, este ser es bastante más grande que las setas, sería como comparar a un bebé con un infante.
—Pregúntale qué ez.
—No hace falta, sé que es un kabaan. Son inofensivos, al menos así, sin estar en grupo. Este parece un herborista o algo parecido.
Y es evidente que está aterrorizado.
Te mira descompuesto, los ojos con un ligero brillo, aunque no como los iris de Lila, sino más tosco, como el gusiluz que tenías de pequeño. Tiene barba gris, desordenada, y los dientes tremendamente amarillos. Fijándote en la ropa, parece que Guardián anda en lo cierto. De una riñonera de cuero le asoman hiervas azules y en el cinto tiene botes de cristal con lo que parece tierra, semillas, especias secas…
—Pregúntale a dónde han ido loz purioz ezoz.
En cuanto Guardián habla, una pequeña mano, temblorosa, apunta a lo alto de un árbol. Parece un árbol hueco y, en la apertura que señala, puedes ver arañazos. Seguro que por roce de lo que cargaban al deslizarse dentro.
—Dice que esperes —traduce Guardián algo que tomaste por un suspiro o una queja.
Entonces, el kabaan echa mano a uno de los botes de tierra, lo combina con el líquido de otro, lo agita con fuerza y el potingue resultante brilla como el magma. Se ríe como un ratón y dice algo que no entiendes, pero ni falta que hace. Te basta su gesto de tirar el bote en el agujero y ese levantar los brazos de golpe:
—¡Puuff!
No necesitas subtítulos para eso, pero Guardián te dice que, ya que eres alto, aproveches para tirar ese bote en el agujero y que los purios morirán.
—Dile que no puede explotar, que hay algo dentro que nececito.
Cuando Guardián lo hace, el pequeño te mira de lado, confundido, y al momento niega, más con los brazos que con la cabeza:
—Ge, ge, ge. Balakemi enara’o unto —dice, chillón, y sonríe satisfecho; tanto, que la punta de la barba casi llega a unírsele con la nariz.
—Dice que no, que es alquimia kabaan, que no explotará... Qué extraño ser. He de admitir que esto de estar muerto empieza a tener sus ventajas, nunca había hablado con un kabaan.
El kabaan alza más el brazo para darte el bote, aunque sin terminar de querer acercarse mucho a ti.
Lo tomas y el kabaan explota en una risita excitada.
Lo notas caliente. Está en ese punto incómodo en el que casi te obliga a cambiártelo de mano. Te recuerda a las hojas del bosque y piensas, por primera vez desde que os separasteis, en Lila.
Alzas la vista a las copas de los árboles: las hojas ya no brillan, dejaron de hacerlo desde que ella tomó el cuerpo de tu vecina. Miras hacia atrás, tratando de ver algún indicio de aquella batalla…
—Khajazö, khajazö!
El kabaan te empuja desde la distancia, con gestos, para que te acerques más al árbol.
—Dice que lo abras. Dos veces. O sea, que lo dijo dos veces, no que lo abras dos veces.
En el bote, algo así como un tubo de ensayo tosco, se menea dentro ese magma, lenta y pastosamente, con los movimientos de tu mano; pero, en cuanto lo descorchas, centellas salen disparadas del interior, como la mecha de un cohete o esas varillas del reservado de una discoteca.
—Garazö, garazö! —grita el kabaan y salta para buscar cobertura tras otro árbol.
—¡Que lo…!
—¡Ya entendí, ya! —dices.
Pensabas acercarte y dejarlo caer dentro, pero el bote está hirviendo y destellando tanto que temes te estalle en la mano. Aun desde una distancia de tiro libre, te la juegas: cargas el brazo y lanzas el bote.
Cruza el aire, centelleante, y entra limpio por el hueco del tronco.
Te suspira un poco el alma.
Escuchas alboroto dentro, apenas dos segundos, porque una luz te ciega y te desconecta del sonido del mundo. Por instinto, te agachas y, en este vacío, ni siquiera escuchas la rama que te embiste al salir disparada.
Levantas la vista y hasta la celada: todo el árbol está en llamas.
Pronto, recuperas el oído para escuchar los gritos agudos, desesperados e infantiles, que te llegan desde el fuego.
Entonces, cuando empiezas a temer por que las llamas se extiendan al resto de copas, simplemente se apaga. La figura del árbol queda ahí, totalmente carbonizada, sólo un instante, para derrumbarse después sobre sí misma como un espejismo.
Escuchas unos pasos rápidos:
—Nabery! Frotoyie ii unto! —dice el kabaan, huyendo ya a la carrera.
—Será hijo de… —dice Guardián.
Miras la pila de carbón y ceniza. Miras la pequeña espalda del kabaan en retirada. Es evidente que te ha engañado, su alquimia kabaan sí se ha llevado todo por delante.
Aunque pequeño, el kabaan se aleja rápido; conociendo el terreno, no tardará en esfumarse.
—Ahora entiendo ese viejo dicho —dice Guardián—: la voz del kabaan está hecha de viento; se oye, pero no se escucha. Siempre pensé que se refería a… Bueno, ya no importa.
Dudas.
Pero ya ha habido suficiente sangre. Mejor dejarlo marchar.
Unos cuantos pasitos rápidos más y la espalda del kabaan desaparece entre los árboles. No has sentido ira, dirías que tampoco Guardián; sólo una pena culpable, una pérdida.
Te sientes el fuego de Alejandría: has sido tú el que ha destruido para siempre el conocimiento imposible de esas páginas y, aunque arrancaras cien vidas de kabaanes como venganza, nada de eso cambiaría.
Te acercas a la pila de madera hecha carbón y quedas mirándola desde lo alto con un gesto amargo en los labios.
—Qué imbécil… —dices.
—Está bien, Cándido. Soy yo el que debería haber estado más despierto. Esto es más culpa mía que tuya: yo soy el guardián de Eshayia, no tú. No te correspondía a ti proteger ese códice, sino a mí.
Te sorprende que Guardián te consuele; tanto, que sentir esa caricia inesperada se te sube en ganas de llorar. Y la culpabilidad se transforma en el duelo de un hijo muerto, en impotencia vital, en desgarro. Te es desoladora la vergüenza de respirar.
Tardas sólo un poco más en reconocer que esos sentimientos no son tuyos y, sin palabras, te llevas una mano al pecho de la coraza.
Aunque esa enredadera de dolor silencioso apenas se calma con tu tacto, sí consigues separarlos de los tuyos y te agachas para rebuscar en el carbón.
Nada, no se ha salvado ni una página. Al rato de remover, ya casi sin buscar, como quien revuelve un estanque, sientes una alarma en el pecho.
—Detente —dice Guardián.
Caes en la cuenta de que tal vez lo estés ofendiendo de algún modo, como si estuvieras jugando con las cenizas de un muerto, pero esa alarma se convierte en alegría contenida, una esperanza tan dolorosa y quebradiza que Guardián no se quiere permitir.
—Aparta ese pedazo de purio —Y el corazón te late con su expectativa.
Entiendes que se refiere a un trozo de carbón mayor, deforme, que tú no habías diferenciado de madera hasta ahora, y, al rodarlo, descubres un brillo pequeño.
—¡Dichoso brote del Carmesí! —La celada salta alegre al hablar—. ¡Viejo astuto, viejo astuto! Que sepa perdonar mi lengua ahora que es uno con Eshayia.
Apartas la ceniza y desentierras un anillo deforme, tosco como si lo hubieran forjado a mordidas, pero con un brillo tremendamente limpio que ha debido darle el fuego kabaan.
—¿Un anillo? —dices.
—¡Un anillo! —se mofa—. Ese «un anillo» es el anillo de «un druida eshayia» —aunque repite el tono de burla, lo sientes explotar de alegría dentro de ti—. Y ese «un druida eshayia» era nada menos que Faer el Inquieto.
Lo dejas reposar en tu palma. Es de un dorado mestizo, como un bronce ascendido a oro sin pasar por plata.
—A este metal le llamamos «fruto de las sombras»: Ger’hal. Un fruto que, en lugar de sus copas, brotan de las profundas raíces de estos árboles. Quien conseguía persuadir a un árbol para que se lo entregara, quedaba señalado por el bosque y pasaba a formar parte de su comunidad. El anillo que forjara con él, pasaría a ser su única posesión al convertirse en druida: símbolo de su hermandad natural, y contenedor de sus poderes.
No sabes si por influencia de lo que te cuenta, pero empiezas a tener la sensación de que sostienes algo vivo en la mano, como si tuvieras un pequeño pájaro, ahí, que debieras tratar con cuidado y proteger.
—El viejo Faer debió enmascararlo de libro con algún conjuro, protegerlo así de los hęrtigos sabiendo de su poco interés en la lectura. Ahora me explico por qué fue lo único que se llevó al sótano cuando rompieron las puertas, por qué trató de defenderlo de ellos hasta el final, más que a su propia vida.
De pronto te das cuenta:
—Ezta armadura también eztá hecha de ger’hal —dices convencido.
—Buena vista —dice—. Sí, algunas partes. Cuando la guerra se tornó en nuestra contra, los druidas convencieron al bosque para poder forjar las armaduras de la Guardia de Eshayia —sube el tono, divertido—; unidad de ¡élite! a la que yo pertenecía, querido Cándido.
Sonríes, todavía mirando el anillo, ya convencido de que hay algo vivo en él, algo orgánico.
—¡Eh! —escuchas a tu espalda.
Todavía acuclillado, miras sobre el hombro. Se te corta el alma. Es ese tipo de negro, ese que Lila llamó suturador. Cierras el puño para ocultar el anillo.
—Nos volvemos —dice.
Aunque no quieres levantarte, la armadura te fuerza a darle frente, el pecho orgulloso.
El hombre tiene la ropa rota, húmeda de sangre, pero su mirada no ha perdido ni un poco de vigor. Antes al contrario: parece encendida, inflamable.
—¿Dónde eztá Lila?
—La he hecho volver. Tú todavía tienes una oportunidad para seguirme por tu propio pie.
—¿Oportunidad? —dice Guardián—. Vamos a abrirle el cráneo a este flacucho de una vez.
Te fijas en el cuerpo del suturador. Desde luego no es alguien al que llamarías precisamente flaco… Qué clase de cuerpo habría tenido en vida el fantasma.
Devuelves la mirada al tipo y tanteas el anillo, encerrado en tu puño. Su forma irregular te masajea la palma. Llevas sólo algunas horas y has descubierto tanto aquí… Ni siquiera has salido del valle y hay todo un mundo contenido entre estas colinas.
Sí, estas determinado a quedarte.
Antes de que hables, escuchas el sonido de huesos crujir, la tensión de la piel, y las garras del suturador crecen de nuevo. Te sorprende descubrirte tranquilo. Agitas algo la cabeza:
—No —dices—. Yo no me voy de aquí.
Deslizas un dedo y, en cuanto la punta encuentra la abertura, el anillo escala por sí solo hasta llegarte contra el nudillo. El sobresalto viene con un escalofrío. Ese cosquilleo, como de insecto que te correteara, continúa por el brazo, el hombro, el cuello y te eriza el cabello.
Exhalas.
Muy tenuemente, el tiempo se te enrarece, el espacio es difícil de definir. No. Tú eres difícil de delimitar, tu cuerpo ha roto sus márgenes y parece derramársete, expandirse sin control hasta donde te alcanza la vista.
Quieres alzar una mano y, en su lugar, una rama cruje a dos kilómetros de aquí; intentas dar un paso, y una piedra se desprende por el caudal de un río.
—¿Por qué no podéis simplemente hacer lo que os digo? —dice el suturador y la voz te concreta sobre tus pies.
Mueves un dedo, y luego otros dos, para levantar la mano ante ti. No hay anillo. Giras la palma, despacio, como un girasol, pero eres incapaz de ver el anillo en tu mano; aunque lo sientes ceñirte, no está. De algún modo, lo notas como centro o balance de tu equilibrio, pero no ves más que piel.
Andan sobre ti los pasos del suturador, caminándote por una extremidad desconocida y extensa: esta hierba que pisas y eres. Pero ni siquiera su presencia, a menos de dos metros del cuerpo humano, te es tan llamativa como este magnetismo con la armadura. La mano del cuerpo quiere tocar la coraza; necesita hacerlo, un cosquilleo expectante, anticipador, no puede aguantarse más.
—Bien —escuchas a Guardián—, como ante la empalizada hęrtiga: tú déjame a mí primero y, desde que puedas, recoge ese pa…
Guardián se atraganta y de la mano contra la coraza nace un brillo pastoso que hace dar un salto hacia atrás al suturador. Bufa como un felino y te muestra los colmillos, en guardia, algo vencida la gravedad del cuerpo, como si pretendiera saltar de nuevo, sobre ti, o muy lejos.
—¿Quién demonios sois vosotros dos? —ruge—. No deberíais haberos asimilado tan pronto.
El brillo del pecho cesa y, con él, el magnetismo. El cuerpo cierra los ojos, pero la luz sigue iluminando tu mundo. El aliento del bosque te recorre no más ajeno que un latido. Las raíces, los árboles, las rocas, el ger’hal profundo.
Qué eres tú, te repites.
Qué eres tú sino todo.
Aquel cuerpo abre los ojos, lo ve, y no se resiste. Estas ocupado eclosionando una flor ante la llamada sedienta de un draho. Revolotea, alegre, y bebe del néctar que cae en gotas lentas hasta sus bigotes.
El suturador te arranca el casco del cuerpo y sientes la mordida como un descanso que lo apaga todo. Te recoge el sentir como un pescador las redes, hasta que vuelves a ser sólo cuerpo, y apenas te permite un segundo final para sentir el terror del olvido.
Fin del Primer Acto
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