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Miras hacia atrás.
Ya no alcanzas a ver los látigos ni los remolinos; sin embargo, las copas de un grupo de árboles se mueven brusco, antinaturales. Parece que Lila ha conseguido llevar la pelea al bosque. El único camino posible es hacia la aldea.
—Vale, hecho —dices.
—¡Venga! Piénsalo mejor, es un buen… ¿Eh? ¿Qué? ¿Así de fácil?
—¿Por qué lo dicez?
—Eh… ¡No, nada! De acuerdo, en marcha entonces —La celada se mueve mucho al decir—: ¡El Último Guardián de Eshayia y… Su relleno de carne y huesos, hacia la aventura! ¿Cómo te llamabas, por cierto?
—Cándido —dices y, para satisfacción de la armadura, avanzas hacia la aldea—. ¿Tú tienez nombre o te llamo «El Último Guardián de Eshayia»?
—Mmm… Dejémoslo así, de momento; o en Guardián, si te parece más fácil. No creo que tengas mala intención y esto no suele ser un problema para Seres Sensibles como tú, yo tampoco lo tenía cuando lo era, pero, cuando eres como yo, alguien puede utilizar tu nombre para ciertos rituales peligrosos. Y no queremos eso.
—Entiendo… —Aunque, realmente, no entiendes nada—. Pero zi yo pertenezco a loz Zerez Zenziblez…
—¡Oh, por el Alto Bosque! Para.
Te detienes y prestas atención a tu entorno, tenso, pensando que algo ha sucedido:
—¿Cuántas estaciones carmesíes cuentas?
—¿Veintiziete? —dices, imaginando que se refiere a tu edad.
—¡Veintisiete! De verdad, ¿cómo has sobrevivido tanto diciendo cosas como: loz zerez zenziblez? Yo me habría tragado la lengua hace tiempo. Hay que buscarte un buen druida que te arregle eso, pero, bueno, ¿qué decías?
Carraspeas y vuelves a caminar:
—Decía que zi yo zoy un Zer Zenzible… ¿Tú qué erez?
—Pregunta complicada… Uno no se muere sabiendo esto, al menos no la mayoría, y no es fácil sumarse a la «comunidad espectral», si tal cosa existe, cuando estás atado físicamente a una armadura. Es como ser un espectro tetrapléjico, para que te hagas una idea. Así que uno le termina llamando a las cosas a su manera: yo nos llamo ber’zarani, que en tu lengua es quizá «los oscuros hambrientos» o algo así.
—¿Hambrientoz de qué? —dices, planteándote si de verdad ha sido buena idea ponerte esa armadura.
—De vida, claro. Pero ya te he dicho que no de la tuya. En cierto modo, estoy en deuda contigo. No te haces una idea de la cantidad de años que llevo en aquel refugio para mujeres y niños viendo a mis congéneres convertirse en hueso y polvo.
—Es verdad, en el zótano había otro guerrero, ¿también ez un fantazma?
—Sí, y por eso sé que no debes decirle tu nombre a un desconocido. Mientras estuvimos juntos, no estaba tan mal eso de estar muerto; era mi compañero de armas, nos llevábamos bien. Esos fueron los mejores años de estar muerto, sin duda, pero un día vino un hęrtigo y lo convirtió en algo terrible, mucho más allá de cualquier cosa que te puedas imaginar.
—Pero… No entiendo, ¿por qué tú y tu compañero oz convertizteiz en fantazmaz, pero el rezto no?
—No lo sé, pero creímos que las armaduras tenían algo que ver. Son armaduras excepcionales, un trabajo de herreros y druidas, no todos los soldados de Eshayia las podían llevar. Pensándolo bien, tal vez el problema es que eran demasiado excepcionales… Por si acaso, trata de no morirte con ella puesta, aquí no hay espacio para más almas malditas.
Ríes, pero Guardián tarda en acompañarte en la risa. No parece que lo dijera del todo en broma.
Ya estáis casi llegando a la empalizada y ves con más detalle que, sin excepción, toda está hecha con la madera del bosque que dejas atrás. No hay secciones de piedra, ni como la negra de la fortaleza ni esa gris de la ladera. En lo alto de la defensa, ya sólo hay un centinela; el otro parece estar dando una ronda por la otra parte.
Por lo poco que viste en la fortaleza, dirías que los eshayia eran tecnológicamente superiores. Incluso en las armaduras; por ejemplo, parece que el vigía sólo tiene un peto tosco de cuero.
—¿Qué le pazó a tu pueblo?
—Los hęrtigos nos pasó. Traidores mal nacidos… Que el viento les seque las cosechas del alma. Es una historia larga, te cuento en otro momento; parece que ese hęrtigo mugriento quiere hablarnos.
Efectivamente, el hęrtigo se pone un casco de cuero, apenas un cuenco marrón dado la vuelta, y echa mano a un arco. No puedes verlo demasiado bien, tiene el sol a la espalda, si no supieras que no estás en la Tierra, tal vez pensarías que es un humano.
Grita algo del todo incomprensible para ti, pero al momento Guardián te susurra:
—Dice que quién eres y qué asuntos te traen a Louo Baseris. Entiendo que es el nombre de la aldea, aunque significa «Piel del monte» en su lengua de anormales pestilentes.
—Shh —dices.
No habías pensado en ninguna coartada. Habría sido inteligente haber preparado algo antes, pero, aquí, con la sombra del vigía mirándote desde lo alto, lo único que se te ocurre es:
—Vale, dile que zoy un caballero errante, que me he perdido por aquí.
El yelmo asiente y te fuerza un tanto a mover la cabeza también. Entonces, Guardián grita en esa lengua ininteligible para ti, aunque demasiado alto, quizá, incluso para salvar la distancia de la empalizada. Todavía sigue gritando cuando el hęrtigo vocea también, a su espalda. Entonces tensa el arco y te dispara.
—¡Pero qué…! —gritas.
La flecha choca con la coraza y rebota partida en dos. Te agachas un poco, sin saber muy bien qué hacer.
—¿¡Qué eztá pazando!?
—Está bien… —dice Guardián—. Puede que haya cambiado un poco tu mensaje.
—¿¡Un poco!?
Otra flecha te rebota contra la hombrera.
—Y puede que haya añadido algo de prenderle fuego a sus madrigueras de traidores de mierda y pintar el horizonte con ríos de su sangre por la caída de Eshayia…
—¡Eztáz loco!
Otro arquero aparece sobre las murallas y son dos las flechas que se parten contra la armadura, una casi en el borde de la cota de mallas. Te agachas más, casi de cuclillas.
—Loco… Bueno, no te diré que no. Era mejor que lo descubrieras cuanto antes, supongo. Pero ¡eh! Prueba tú a pasar cientos de años en un sótano oscuro, a ver cómo sales, señor Cordura.
Por fin, lo que habías temido: la gran puerta se abre, apenas un metro, y salen cuatro soldados en hilera que se abren en abanico para flanquearte. Una flecha se parte contra la hombrera, otra contra el casco. Aunque las sientes como si fueran piedras de un niño travieso, no puedes dejar de pensar que es cuestión de tiempo que una te acierte en las piernas o entre por la grieta del cuello.
Así, encogido en tus propias hombreras como la tapa de un caldero, vas rotando, sin querer darle la espalda a los arqueros, pero intentando que los soldados no consigan rodearte.
Llevan armaduras de cuero tachonadas, aunque muy simples, te recuerdan a ponchos más que corazas, como si le hubieran hecho un agujero a una manta que les cayera por el pecho y la espalda. Por la apertura de los costados crees ver una pieza interior acolchada.
Aun con esos cascos, es fácil distinguir que pertenecen a la misma raza que aquel jinete: la piel de un verde o azul claro, tornadizo, los ojos negros y con iris dorados, que se encienden de furia al amagar amenazas con las armas. Dos llevan lanzas y los otros dos una especie de picos, como de escalada, y una rodela pequeña.
Coordinados, van cerrando el cerco, ya consiguiendo ganarte más que un semicírculo sobre ti. Otra flecha se te estampa contra la espalda.
—Eztamoz perdidoz… —se te atraganta al decir.
Y, cuando los lanceros tiran dos puntadas que te obligan a dar un salto hacia tu derecha, ves que uno de los picos ha aprovechado el hueco para salvar la distancia que le quedaba, y ya carga el brazo para estampártelo contra las costillas.
Cierras los ojos. Se te cae el libro eshayi de las manos.
—¡Por Eshayia! —retumba con el metal de la celada.
Un codo se te sube, das un paso al frente y la asta del pico te golpea el costado. Cierras el brazo, atrapas ahí el arma para girar sobre tus talones y estamparle el codo contrario en la mandíbula del hęrtigo. El hueso cruje junto con la caída del pico al suelo, y allí lo sigue el enemigo, desbaratado.
El antebrazo te aporrea dos veces la coraza y Guardián grita algo que hace retroceder un paso al resto, mientras muestran los colmillos. Una flecha se te parte contra la hombrera.
Los lanceros vuelven a intentar la misma estrategia, pero te sorprendes avanzando hacia una de las puntas que, al cochar en la coraza, se desvía y te deja de frente al lancero. Un brazo se te dispara hacia su cuello y le aprisionas la cabeza en una guillotina contra el costado que, entre gritos, termina por quebrarle las vértebras.
Lo sueltas y cae al suelo como un trapo.
Guardián vuelve a gritar algo y esta vez los dos avanzan a por ti. Hurtas el cuerpo a la lanza, enfrentas los antebrazos al golpe descendiente del pico y te ves dándole un cabezazo que suena total, como aquel ariete contra la puerta de tu casa.
Como si Guardián acabara de descubrir el poder de esa arma, al momento gira y corres para placar al lancero; le caes encima, a horcajadas, y, sujeto por los hombros, se te estampa el yelmo una, dos y cinco veces; hasta que es difícil diferenciar cráneo de barro.
Te pones en pie, temblando, y otra flecha se te estampa, esta vez, contra la misma celada, a muy poco de entrar por la hendidura de los ojos.
—¡Ja! Puerta abierta —dice—. Vamos, vamos, recoge los picos.
La armadura no tiene guanteletes, así que Guardian no puede hacerlo por sí mismo.
Quedas mirando los picos.
Uno perdido entre la hierba baja. Otro, aún aferrado por una mano, que se va apagando hasta volverse casi del color de tu piel; el color que tendría desnuda en la estepa, un pálido purpúreo.
Una gota espesa, azul oscuro, te cae del casco a la mano. Y te clavas a ella, sin saber pensar, para que otra caiga a su lado, más pequeña, como un satélite difuso de la anterior.
Una flecha que te rebota contra la coraza te devuelve al campo y, sin más, le arrancas el pico a la mano esteparia y recuperas el otro de entre los hierbajos.
—¡Eso es! —Tiembla la celada—. Nos vamos a llevar muy bien.
La falda de mallas te empuja desde atrás, forzándote a elegir correr o tropezar, y te lanzas hacia la puerta justo para que un brazo se te adelante en un espasmo. Consigues trabar un pico antes de que se cierre y, poseído por un vigor colosal, tu brazo tira de la puerta abriéndola en toda su amplitud.
Ante ti, un hęrtigo te mira descompuesto, los ojos negros y dorados en una sorpresa apocalíptica. Viste de lana roja, está desarmado, pero tu brazo, inclemente, desciende como el aspa de un molino para incrustarle el pico en el cráneo.
Sientes su peso desplomarse y casi pierdes el agarre del arma, pero, con un tirón, el cuerpo sigue su caída hasta el suelo.
La falda te vuelve a empujar, te guía a subir el talud de tierra alojada contra los muros. Un arquero lanza su última flecha, impotente, antes de desenvainar la espada corta. Avanza una estocada, que desvías con un pico, y tu pico le cae en el con tanta fuerza que los ojos se le voltean, totalmente negros, y la mandíbula se le descuelga en un precipicio de ausencia.
Al liberar el pico, más de esa sangre azul oscura te salpica.
Cierras los ojos. Entre las sombras, siguen esas cuencas negras y esa boca abierta por la que se escapa la vida, sin decoro ni ceremonia. Un adiós grotesco y sordo.
Las faldas te dirigen de nuevo, forzándote a abrir los ojos para no tropezar, y ves la espalda del otro arquero, las manos desnudas del arco tirado atrás, y tus dos picos, colmillos de extraña bestia, le muerden la espalda a la vez.
Un último grito.
Y te das cuenta: el grito es la lengua universal.
Un pico se libera sólo para volver a incrustársele en el cráneo. Y de nuevo ese peso en los brazos, esa ancla de vida muerta.
De pronto, sientes un ardor que no es tuyo en el pecho.
Sientes y, estás seguro, si pudieras mirar, lo verías: una lujuria sangrienta, un hambre consumada, un deseo de lamer los restos que azulean los picos. Es tan agudo el placer, esa divinidad en la muerte, que de pronto lo compartes, se te tejen al gusto las ganas de morder, la necesidad de separar carne de hueso: de despedazar algo que pueda llorar.
Alzas la vista y apenas puedes ver esas construcciones ovaladas, esos techos largos que casi rozan el suelo, apenas puedes ver nada que no palpite. Y corres, antes de que las faldas necesiten empujarte, a por un hęrtigo, que avanza hacia ti enfrentando espada y escudo.
Hay un engorroso choque de metales, una engorrosa resistencia por su parte, un engorroso aplazar que su carne se te abra en flor para darte el preciado néctar. Y casi gritas exaltado cuando su guardia se abre y un pico de águila se dispara a su cuello para regalarte el escalofrío de lo consumado, una electricidad de dulce anticipación.
Su brazo cae y el otro pico lo apresa como una mantis que te acercara el trofeo.
Abres las manos, sueltas las armas, y el hęrtigo, a media muerte, cae ante ti de rodillas; la mirada buscando un dios en las nubes. Das un paso a su lado, y tu muslo le sirve de respaldo. Con una mano le agarras la fila superior de dientes, con la otra la inferior: y tiras, Dios, tiras porque necesitas escuchar ese crujir de huesos, necesitas romper más que matar, necesitas que la muerte resuene en más de uno de tus sentidos.
Por fin, el estallido de la mandíbula te despierta al horror, te hace consciente de esta posesión, de este carnaval de masacre florido.
Un ruido terroso te hace alzar la vista. Miras, como pillado con un jarrón roto en las manos, y encuentras a dos hęrtigos, campesinos, vestidos de lana y lino, clavar en el suelo… ¿un muñeco de madera?
En el campo irregular que queda entre esas construcciones, un tanto vikingas o germánicas, han clavado una especie de maniquí tosco de madera y, tan pronto queda estable, retroceden a la carrera para tomar otro, apoyado en una pared, y clavarlo a unos diez o veinte metros del primero.
En cuanto terminan eso, corren de nuevo en retirada, pero se pierden tras una de esas construcciones ovaladas de techos absolutos, hechos de paja o caña fina, de ese mismo marrón grisáceo que las paredes de madera, que apenas se intuyen tras las faldas de caña.
—Vamos, recoge los picos. Ahora viene lo bueno —dice Guardián.
Pero quedas mirando ese extraño ser de madera. Tienen algo tallado en el pecho, un tipo de escritura que te suena…
—¡El libro! —dices.
El libro que encontrasteis en el sótano, junto a las armaduras, parece el mismo alfabeto. Y, en un chispazo, te das cuenta de que lo has olvidado atrás, entre la hierba, cuando lo soltaste para defenderte.
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