Este audiolibro es la continuación de:
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Jugueteas dándole vueltas al anillo con el pulgar mientras piensas cómo encontrar a ese Faer. Y de pronto te das cuenta: si Aug’naar conoce a Cándido, tal vez…
—¿Está Cándido también encerrado aquí?
El Eshayia niega, queda pensativo y te devuelve la mirada:
—La última vez que lo vi fue en este mismo bosque, pero el real, antes de caer yo en la réplica del anillo.
—El real… —dices.
En el cielo, en el claro de ramas que no consiguen cubrir las copas, ves enmarcadas cuatro lunas. Es tanto su brillo que te permiten ver aun en la noche; tan conveniente como imposible para el cielo de la Tierra.
—Este lugar no pertenece a nuestro mundo, ¿cómo pudo llegar Cándido aquí? Al aquí real, me refiero.
—Sólo sé que alguien los perseguía; los perseguía para hacerlos volver.
—¿Cómo que los? ¿Estaba con alguien? ¿Estaba con Alma?
—Cándido se refería a su acompañante como Lila. Una hembra humana sólo en apariencia, quizá ella sí fuera una feyia —Se adelanta a tu pregunta al mirar al cielo, a la mayor luna de las cuatro—. No es nada común ver a una ninfa de Tenati bajo la luz del día, pero menos común es ver a un humano en las ruinas de Eshayia.
—Pero ¿quién los perseguía?
—Otro humano sólo-en-apariencia, ambos se refirieron a él como suturador. El pobre Cándido no habrá tenido ni una oportunidad contra alguien así: una magnitud abisal le latía dentro del ser, un vacío eterno y penoso.
Vuelves a ser consciente. Casi te ves a ti mismo desde fuera: estás hablando con un felino humanoide, con pelaje esmeralda, de seres cuasihumanos con vacíos eternos dentro… Hasta hace unas horas tu mayor preocupación era el trabajo final de Arqueología Hispanorromana.
No entiendes cómo eres capaz de normalizar tan rápido esto, pero, de algún modo, hay un reconocimiento natural hacia este Aug’naar, hacia el bosque y sus lunas. Como si fuese un reencuentro más que un descubrimiento.
—Si consigo sacarte de aquí —dices—, ¿podrás llegar a tu verdadero destino aun siendo un ber’zarani?
La cola de Aug’naar se agita a su espalda, nerviosa:
—No lo sé, temo que no. Cándido me prometió un cuerpo, quizá eso… Pero no lo sé. Tal vez yo, simplemente, no deba existir.
—Pero existes, será por algo. Vamos a empezar sacándote de aquí —Miras a tu alrededor—. No sé… Quizá podrías subirte a un árbol para ver si tenemos algo cerca, Aug’naar.
Es la primera vez que pronuncias su nombre y, tan pronto has escuchado el chasquido de tu voz, te das cuenta de que algo ha sucedido. Al felino se le nubla la vista en fijación y se gira hacia el árbol más cercano. Sube por el tronco sin esfuerzo, acompasa el ascenso de sus garras en patas y manos hasta desaparecer entre las hojas de la copa.
Esperas.
Esperas su bajada por el mismo punto por el que lo viste irse, pero un crujido a la espalda te hace voltearte en guardia. Ves a Aug’naar, la vista fija en ese mismo tronco. Avanza dos pasos a la carrera y se lanza en un salto. Trota con manos y pies y cruza el claro como una centella hasta volver a escalar el árbol para perderse en su copa.
De nuevo las ramas a tu espalda y Aug’naar surge ya al galope con tanta violencia que te hace apartarte a un lado. Se lanza contra el árbol y, en un salto, alcanza la copa para volver a aparecer a tu espalda.
Ruge. Las hojas del claro tiemblan, y tú con ellas.
Con dos zancadas cruza el claro y la furia con la que se lanza contra el árbol lo hace crujir, a un punto de partirlo. Un rugido truena a las ramas y lo escuchas a tu espalda, te giras sólo para volver a ver los ojos naranjas, nublados, de Aug’naar en la oscuridad, a punto de volver a lanzarse contra el mismo árbol en un bucle eterno.
—¡Para, Aug’naar!
Con tu grito, se detiene a mitad de claro, arrancando raíces en su frenada. Te mira y esa niebla en sus ojos se disipa en pavor, luego en una severidad rígida.
Tarda todavía algo más en hablar, sin mirarte:
—Un ber'zarani ha perdido todo, excepto su nombre. Te pido que lo uses con cautela.
Ahora tiene sentido aquella advertencia al decirte su nombre y ese peligro en el que se encontraría si se lo dijeses a alguien más. Podrían, y podrías, convertirlo en un esclavo de tu voluntad.
—Lo siento, no pretendía abusar de...
Pese a lo delicado del momento, te ha servido para descubrir algo: la reproducción del Bosque se limita a este claro, y cualquier intento de abandonarlo resultará en un regreso al mismo sitio.
Entonces se te ocurre algo.
Si todo esto tiene que ver con el anillo, y tú todavía tienes el anillo puesto, qué tal sí…
En cuanto llevas una mano al anillo y lo deslizas unos milímetros hacia la punta del dedo, el bosque se distorsiona. Los colores se revuelven entre sí, una rama se funde irrealmente a una luna y parece un muelle celeste que brotase de ella, el altar crece hasta el cielo y vuelve para quedarse plano como una moneda.
En cuanto te detienes, el bosque se estabiliza. Sin embargo, Aug’naar no parece haber percibido nada, sigue pensativo, la mirada perdida en el altar.
Vuelves a deslizar el anillo, Aug’naar se estira largo hasta ser uno con el árbol más cercano, luego un puente con la más pequeña de las lunas. El cielo danza entonces en espirales y brillos y, de pronto, la oscuridad de la noche se aclara, las estrellas brillan con una intensidad que te hacen entrecerrar los ojos y la Cuarta Luna se recompone en un rostro lejanamente conocido.
Ya con el anillo al borde del dedo, vislumbras en las estrellas, focos; en el cielo, el techo de una ambulancia; en el astro, la cara pecosa, siempre triste, de Luna.
Bajo ella, las estrellas se tienden finísimos puentes, se conectan como líneas de metro o neuronas prolijas hasta que puedes leer, luminoso contra el cielo nocturno: UNCHOSEN.
Te quitas el anillo y el astro sonríe:
—¡Está despierto!
El olor a asepsia te aturde más que la vuelta.
Los cráteres terminan de convertirse en pecas, la corteza lunar se le tersa en piel, los ojos se colorean de invierno y el mundo se expande desde ellos para convertir árboles en estantes y esas nubes en tu propio cuerpo, tendido.
Te sientes flotando, mecido por el mar en una barca. Sólo percibes la urgencia en el aullar de sirenas, lejano, y en el paramédico que se te lanza sobre el ojo con una linterna. Te apetece calmarlo, pero algo no termina de funcionar con tu lengua, como si te la hubieran escayolado.
—Sigue la linterna, a ver.
Durante la ceguera, notas un salto de badén. El tipo se agarra a la pared y, recobrando la vista, con el segundo salto de las ruedas traseras, el anillo te sale volando de las manos.
Tintinea contra el suelo de metal:
—¡E anilo! —balbuceas.
Intentas erguirte, pero el paramédico, con una sonrisa, te mantiene en la camilla:
—¡Tranquilo, Ragnar Lodbrok! No te levantes, no te levantes. Sólo te has desmallado, pero la caída ha sido muy fuerte, te van a hacer unas pruebas pa’l por si acaso, ¿vale? Luego estarás listo para saquear Britania de nuevo, palabra.
—Bero Aug’… —recuerdas el peligro de decir su nombre.
—¿Te duele algo? A ver —dice y vuelve a inspeccionarte la nuca.
Con la barbilla contra el pecho, dices:
—Luna, e anilo, e me a caio.
Luna, apartada para darle espacio al paramédico, te da un qué con un fruncir de ojos y mira hacia donde le apuntas con los cabeceos, pero no entiende.
—¡E anilo, coones!
Luna levanta las cejas y asiente. Por fin descansas de nuevo en la camilla, pensando que te ha entendido.
—Tu amigo quería venir, pero sólo podía venir uno. Dice que vendrá luego.
Te tratas de erguir de nuevo, pero te vuelve a detener el paramédico:
—E le en po culo a Ablo, ¡e anilo!
—¿Está diciendo fentanilo o qué? —dice Luna al paramédico, pasando ya de ti, como se habla delante de un bebé o un loco.
—Déjalo, es el sedante. No te preocupes, que no se te va a quedar tonto el novio.
Luna se ríe, la ambulancia hace un par de curvas cerradas y, por fin, se detiene. Te asomas a un lado y otro hasta ver el anillo, dorado sobre metal, bajo el pie de uno de esos percheros de suero. Estiras un brazo para llegar a él:
—E anilo…
Pero el paramédico te devuelve el brazo junto al costado, su compañero tira de la camilla y te sacan a la calle.
—E ago en u uta adre…
Rendido a la impotencia, te dejas arrastrar por la calle, la entrada, el hospital…
La mirada perdida en el techo, ves pasar flexos de luz, mientras piensas en Aug’naar, un espíritu milenario tirado en cualquier esquina, como una chusta, y en las posibilidades reales de volver a recuperarlo.
Algo te saca de tu reconcome.
Ya en urgencias, a la entrada de los boxes, hay dos policías nacionales. El instinto te hace tensarte. Un mecanismo demasiado integrado de tus años, digamos, revoltosos. Tu camilla pasa entre ellos y, de un modo estúpido, te haces el dormido.
Cuando vuelves a abrir los ojos, ya estás entre las cortinas verdosas del box.
El paramédico habla un segundo con una doctora y se va, queda sola hablando con Luna un poco más. Miras a tu alrededor y casi saltas de alegría al ver, en la mesilla a tu lado, un clipboard con un bolígrafo trabado en la pinza.
Te alargas para alcanzarlo y escribes, aunque casi parece que es el bolígrafo el que te escribe a ti, por la manera en que te hace mover la mano, como si no te quedara ni un hueso firme.
Unos pasos rabiosos se acercan y te arrancan la carpetilla de las manos.
La doctora se te queda mirando, el agotamiento tirándole de la cara al suelo. Sabes que le gustaría pegarte una cachetada ahí mismo, pero sólo agita la carpeta ante ti:
—Mira, no puedes hacer esto. Esto es un informe médico.
—¿Qué ha pasado? —dice Luna.
—Ha escrito aquí una tontería.
Luna se estira para poder leer. Tarda en entender tu letra.
—El anillo… tu her… mano… ambulancia… —Se le ilumina la cara—. ¡El anillo! Eso decías. ¿Quieres que lo vaya a buscar?
La señalas, algo sentado en la camilla, y asientes:
—¡E, e, e!
Luna entiende, por fin, y se va, aunque sin demasiada prisa, tras los pasos del paramédico. La doctora te mira un momento, ausente, revisa algo en el informe y te deja solo. Te recuestas y suspiras.
Misión cumplida.
Le empiezas a seguir, sin resistencia ya, la corriente al sopor, que lleva tironeando de ti desde que despertaste en la ambulancia. A punto de cerrar los ojos, la cortina verde de tu derecha se abre de golpe.
—Cucú —Y explota en una risa ruidosa.
Cuando lo ves, te sientas de un salto en la camilla, lo más alejado de él que puedes, y buscas a tu alrededor qué usar como arma.
—Sabía que me sonaba esa barba, ¿y tus gafitas de sol, ojos lindos? —dice esa voz rota, conocida.
La cabeza rapada, la mirada de chacal hambriento… Esa sonrisa te inspira más horror que los colmillos de Aug’naar. Rodrigo Marquieta. Lleva medio pecho vendado, el otro medio, lleno de tatuajes que le sombrean los músculos.
—¿Dónde has estado metido, camarada? —La voz se le arrastra terrible, más que rasgada, apuñalándole la garganta.
Pero hay un tatuaje, desde el hombro hasta el codo, que reconoces bien. Un tercio español, todas las picas en ristre, pero, tras ellos, enarbolada una bandera con la esvástica.
Enmarcando el tatuaje se lee: «Tercio Nuevo de Carabanchel».
—Demasiado pelo te has dejado, camarada. No, si estarás hasta fumando porros, ahí, en la facu, con los pies sucios de la uni —Que aflaute la voz como mofa la hace sonar aún más terrible.
—¿Qué quieres? —Das gracias de que te responda la voz al fin.
—¿Qué quiero? —Se inclina hacia ti, el brazo apoyado en la camilla parece una columna—. Follarme a la doctora esa antes de que los monigotes de allí me lleven pa’l talego, eso quiero.
Se vuelve a tumbar y, del golpe, chirría toda la cama. Es tan corpulento que los hombros le desbordan la camilla.
—Si quieres te puedo conseguir a un enfermero para que le comas la polla. Maricón, puto traidor de mierda —rechina los dientes con auténtico odio, la vista en el techo.
Ese pasado… Lo llevas tan tatuado como él en el brazo. Siempre lo has temido, ahora parece claro: nunca te abandonará, nunca te dejará en paz.
De un modo u otro siempre hace por encontrarte.
—No quiero problemas —dices mirando al frente, a la nada del pasillo.
Gira la cabeza, despacio:
—No quiero problemas… —repite incrédulo, casi en un susurro—. ¿Es que no te estás escuchando? Suenas como un puto negro mantero de Sol. ¡Tú les hacías decir eso! Vaya pena de hombre, Santo Dios…
Vuelve a erguirse en la camilla, pero te observa en silencio; tu perfil, porque te niegas a mirarlo.
—No vales ni para darte una paliza —chasquea la lengua—. Pelayo tenía razón, no te mereces ni que te matemos; te mereces que vayas por ahí, sabiendo que eres una vergüenza para la raza. Porque tú lo sabes, dentro de ti, sabes...
—¿Me hablas tú de vergüenza? —Por fin lo miras y el pulso se te dispara—. ¿Eh, Rodri, defensor del «futuro de los niños blancos»? ¿Cuando te pillaron los maderos estos te quitaron los pollos de coca de los calzoncillos o del doble fondo del…?
—¡No te…!
Das un golpe en la barandilla de la cama:
—¿No te qué? ¿Es mentira? ¿Es mentira que le vendes a los chavales del barrio, blancos, lo mejorcito de esa raza tuya, el veneno que sea para meterse dentro?
—Si lo quieren, lo van a conseguir igual, yo sólo me aseguro de que…
—¡Nos ha jodido! Es que eras voluntario de Energy Control todo este tiempo, habérmelo dicho antes —Lo señalas—. Ni siquiera eres coherente con las mierdas que defiendes; ni tú, ni nadie en el Tercio. Pelayo es un putero, el abuelo de Gustavo es marroquí, Luis tiene Grindr instalado en…
—¿Quieres que te arranque la jodida cabeza ahora mismo? No tienes derecho ni ha pronunciar sus putos nombres, ¿me estás escuchando?
—Si yo no tengo derecho, ¿quién? Se lo que sois mejor que vosotros mismos. Os conozco a todos desde que era un crio.
—Y así nos lo pagas. Fue el Tercio quien te sacó adelante cuando metieron en el talego a tu santo padre.
—Mi padre es un asesino —Se te hiela la mirada.
—Tu padre es el puto amo, que no te enteras todavía, chaval.
—Ese es vuestro problema, que no sois skinheads, neonazis ni nada que se le parezca: sois colegialas con daddy issues enamoradas de mi padre, y no os dais ni cuenta de que, lo que más os encantaría en el mundo, sería abrir bien la boca, poneros de rodillas delante de mi padre y...
—¡Me voy a cagar en…!
Rodrigo aparta la sábana de un manotazo y salta la barandilla de la cama. Como un espejo, te quitas la sábana, saltas y, cuando le lanzas las manos a la nuca, los dedos se te entrelazan con… ¿cabello? Pero si Rodrigo está rapado, cómo…
Al levantar la vista, tienes las fauces abiertas de Aug’naar; las garras, deteniéndote los hombros en tu avance. Al notar que cesas el empuje, te suelta:
—¡Por la savia del antiguo! ¿Estás seguro de que no eres un ber'zarani? Eso se ha parecido demasiado a un enclave de consciencia.
—Un enclave de…
Vuelves a estar en el claro del bosque, vuelve el olor, cada vez más conocido, vuelven los árboles apagados, las cuatro lunas en la noche, el altar, las raíces que pueblan el suelo...
—¿Qué ha pasado? ¿Un… sueño?
—Un enclave de consciencia. El mayor obstáculo en el tránsito de un ber’zarani suele ser su propia vida mortal: los lazos desechos que se marcha sin anudar… Un enclave de consciencia ayuda al ber’zarani a anudar esos lazos, consigo mismo, aunque ya no pueda interferir en la realidad. Creo que…
—No tiene sentido, yo estaba… Me quité el anillo, Luna…
Al mirarte la mano, ya no tienes anillo. Buscas entre las raíces, te tanteas la ropa, revoloteas por ahí… Nada.
—He perdido el anillo —se te atraganta en la boca, y la respiración se te revuelve dentro como si contuvieses un huracán.
Aug’naar te mira extrañado y hace un gesto al entorno:
—Esto es el anillo, no has perdido nada. Lo que tenemos que hacer es buscar una forma de perdernos nosotros de él —Asiente—. Eso tenemos que hacer.
Dejas correr la vista, en círculo, por el límite del claro.
Los árboles se te empiezan a parecer demasiado a los barrotes de una celda.
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