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Antes de rendir el alma
🎙️Audio II.1: Antes de rendir el alma
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🎙️Audio II.1: Antes de rendir el alma

Segundo acto: Movimientos I, II y III

¡Y empezamos el Segundo Acto! 🎉

Aquí, la historia se resetea. Sigue los acontecimientos del Primer Acto, pero desde la perspectiva de otros personajes; así que puedes decidir empezar por este audio o por el primero del Primer Acto.

Este audiolibro es la continuación de:

Estás a punto de escuchar la audición diez; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el audio que te falte, o ve directamente al audio uno.

También puedes escucharlo en Spotify y en Apple Podcast. Y, ya que vas, deja cinco estrellitas y cosas lindas por allá, así frikizamos a más gente «⭐⭐⭐⭐⭐».

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Esta historia continúa en:

Antes de rendir el alma

Segundo acto
Movimientos I, II y III

2.I: Si te dicen que caí

Hundes la barba en la bufanda, hasta la nariz.

Llega el frío a Madrid y, con él, la fauna del metro a la que le gusta sudar dentro del abrigo. Aunque no parece evidente para nadie, más que para ti.

—Sólo dos paradas más —susurras a la bufanda.

Aun encorvado sobre el cuello, sigues quedando por encima de la mayoría de cabezas, apretadas, temprano en la mañana de camino a la universidad. Los más, a tu lado, tienen la misma postura, pero para asomarse a los móviles.

Echas, sin intención, un ojo al de la chica de tu lado:

Atraco a plena luz del día en Carabanchel

Las cámaras de seguridad de una farmacia graban al ladrón oculto tras una gorra tras robar la recaudación a punta de pistola.

—A qué viene ese escalofrío, Beni —murmuras.

Quizá demasiado alto, porque la chica levanta la vista, confundida, y al dar con tu mirada la vuelve a hundir. Cierra la aplicación de noticias y guarda el móvil. Algún día deberías empezar a quitarte eso de narrar tus pensamientos, pueden pasar cosas.

Cambias de canción.

Alguna gente, poca, se baja en Moncloa, el resto seguís con algo más de espacio vital hasta Ciudad Universitaria.

Se abren las puertas y empieza el sardineo general hacia fuera. En el andén, te pones el abrigo mientras sigues la marea y, tan pronto como puedes, esquivas el pelotón de gente, te apretujas para andar por la escalera mecánica, pasillos, otra escalera, otra, cada vez más espacio, otra y por fin: el frío contra la cara.

Respiras hondo.

Luego el camino de siempre, con los NIN rebotándote en la cabeza, pasas detrás de la Facultad de Periodismo, la de Filología y llegas al edificio de Historia sin apenas darte cuenta. A la entrada, algunos alumnos se fuman el cigarro de antes de clase, saludas sin pararte y, mucho antes de entrar al aula, te quitas las gafas de sol.

Ella te lo había dicho una vez después de clase.

Te hizo una seña para que te quedaras, un levantar de cejas y apenas un gesto de mano, pero que a ti te hizo desmoronarte por dentro. Cuando hubo salido la mayoría de alumnos, bajaste los escalones de las gradas hasta su mesa y Alma te sonrió con ese constelación de pecas que, por primera vez, veías tan de cerca:

—Si no te importa, me gustaría que para las próximas clases no llevaras gafas de sol.

—No quería… —dijiste.

Y te las quitaste en un impulso, como si te borraras un insulto de la cara, sin pensar en los ojos de tu padre que tenías debajo.

—¡Anda! Tienes heterocromía, qué curioso —Tardó aún un poco en cambiar la sonrisa a espanto—. Perdona, las gafas son por sensibilidad o…

—No, no. No tengo ningún problema, es sólo… —Bajaste la vista un segundo y volviste a ella, fingiendo sosiego—. No las volveré a tener dentro de clase.

Asintió:

—Muchas gracias —Y volvió la sonrisa—. Pues, fíjate, pensaba que eras alumno Erasmus, que pareces salido de… —Dio dos golpecitos al libro en la mesa: Germania de Tácito.

Reísteis juntos, y te habrías quedado en esa risa dos semestres si hubieras podido.

—Qué va, qué va. Soy de Carabanchel, pero me lo dicen mucho, sí.

Ahora, incluso a un par de semanas de las vacaciones de Navidad, antes de entrar a clase, sigues teniendo la misma esperanza en doblar la esquina, cruzar el marco de la puerta y verla de nuevo ahí abajo, de vuelta de su baja médica, en su mesa, poniendo en orden los libros mientras entran los alumnos.

Llegas al final del pasillo, giras la esquina, enfilas la puerta y… Nada.

Otro día vuelve a estar en el estrado la doctoranda, Claudia, que alterna la vista entre la pantalla tras de sí, el proyector y su portátil; el proyector, la pantalla, su portátil, hasta que, por fin, en la lona blanca aparece un PowerPoint:

Arqueología Hispanorromana

Probablemente tengas su misma edad. Ella podrías ser tú, si no te hubieras dedicado a liarla como un cabrón los años después del instituto.

Te sientas al lado de Pablo, un tipo flaquillo, moreno, bastante más joven que tú. Buen tipo, probablemente tu mejor amigo de la uni. Lo saludas, guardas los auriculares y empieza otra clase, interesante a ratos, quizá más la segunda media hora, cuando…

—Si un dios local, digamos, Endovélico, que podía encontrar un dios sincrético en el culto imperial, en este caso, en la forma de Esculapio, es interesante notar, porque está ampliamente documentado, que, ese sincretismo, estaba vivo simultáneamente y de modo un tanto uniforme en los dos estratos étnicos. Lo podemos ver reflejado en la muestra, por ejemplo, CI-35-17, ¿veis? También en… En…

Y silencio.

Levantas la vista de los apuntes. Claudia está pálida, congelada; mira su móvil sobre la mesa. Te yergues un poco, también otros alumnos, los que todavía prestaban atención.

—Disculpad, de verdad. Perdón —Se levanta y sólo toma consigo el móvil de la mesa.

Sube los escalones de la grada, con una prisa mal contenida, y sale por la puerta justo a tu derecha. La ves acelerar el paso por el pasillo a punto de romper a correr.

Te dan un manotazo en el codo:

—Es una señal divina, tú, del Endovélico —Pablo mete sus cosas en la mochila a toda prisa—. Mañana es fiesta, y ahora sólo tenemos la fumada de Prerrománica con el ex marido de tu novia…

—¡Eh! —Miras alrededor, pero nadie parece haber oído, todos están recogiendo para irse.

—Yo digo: pasamos de Prerrománica y nos vamos a tomar unos tercios en Filología.

—Me da que…

Vuelves a mirar la espalda de Claudia, alejándose… ¿Y si la noticia tiene que ver con Alma? Pablo te agarra de la barba para girarte la cara, pero lo apartas de un manotazo.

—¡Esto es una labor histórica también! Mañana es seis de diciembre, ¿sabías que, en 1978, en mazo pueblos de toda España, fueron a votar la Constitución vestidos de domingo, con música, bebida…?

—Porque eran las primeras votaciones de verdad después de la dictadura. Que sí, que yo también estaba en esa clase.

Pablo se encoge de hombros:

—Tercios por la democracia, Beni. No le puedes decir que no a la democracia.

Pablo sonríe, ya dando tu silencio por un sí, pero vuelves a mirar a Claudia, a mitad de pasillo, a punto de perderse hacia los despachos de profesores.

2.II: El canto del trovador

Su sonrisa te pone la carne de gallina.

—Este hi… —te callas.

¿Este hijo de puta sabe algo o es casualidad?

En cuanto frunces el ceño, Pablo borra la sonrisa y deja de recoger. Pero tú ya estás en otro lado, en una sala de concierto oscura, atiborrada de gente por la que darías la vida, por la que te encantaría dar la vida, o quitarla, rodeado de la música que te sabes como una oración, de símbolos familiares, de corear en grito hasta perder la voz: ¡Sois! ¡La única esperanza, hijos de la identidad!

—¿Qué? —dice Pablo, ya casi más asustado que confuso.

Te pones las gafas de sol y le hablas a tus apuntes mientras los cierras:

—Nada, ve tú a por esos tercios —Lo miras y suspendes la oración un segundo, como esperando ver en él un reconocimiento del doble sentido que tu paranoia ha creado, pero no hay nada, sólo pasmo—. Yo tengo algo que hacer.

Parece que Pablo tuviera ganas de preguntarte el qué, pero de pronto no se atreve. Notas su figura a un lado, quieta, mirándote, las manos pasivas sosteniendo la mochila. Cierras la cremallera de la tuya y le ofreces la mano al levantarte. Te la estrecha con fuerza, como para demostrar una entereza que no tiene.

—Tú vete pidiéndome una jarra —dices—, estaré en la cafetería de Filología antes de que se quede sin espuma.

—¡Eso es, eso es! —Le crece una sonrisa de alivio—. Tus ancestros vikingos estarían orgullosos.

…Si la voz de tus ancestros hoy pudieras escuchar,
vergüenza sentirías, si es que sientes algo ya…

—Mejor cállate ya, macho —murmuras un pensamiento.

—¿Eh?

—Que mejor pilles una mesa en la cafe, digo.

Cuando te giras de nuevo hacia el pasillo, Claudia ya no está.

—Mierda.

Sin pensarlo, echas a correr.

Te haces hueco entre tus compañeros que salen y, a mitad de pasillo, cuando ya has esquivado como en eslalon a mitad de la clase, te das cuenta de que te has dejado la mochila atrás.

—Mierda —dices otra vez.

—Pero ¿qué te pasa, Beni? —dice risueña una compañera.

Dudas entre volver, seguir, volver, seguir y sigues. No sabes cuál es el despacho de Claudia, ni siquiera si los doctorandos tienen despacho, pero más o menos te haces una idea de dónde debería de estar. Subes escaleras, revisas letreros y, cuando empiezas a pensar que lo mejor será preguntar en recepción, escuchas unos gritos agudos de un pasillo.

Sigues el escándalo.

Alguien discute, acaloradamente de verdad, pero no parece la voz de Claudia, nunca la has oído chillar, ni siquiera para hacerse oír en clase. No necesitas buscar mucho más, desde el pasillo, la puerta abierta de par en par, ves al ex marido de Alma con las manos adelantadas, como con miedo a que le salte un oso encima.

Te molesta todo él, desde siempre, con ese flequillito falsamente accidental, plateado, cayéndole en la frente y esa sonrisa de vaquero perdonavidas. Has evitado todas las asignaturas o grupos en los que aparecía su nombre. Sabes que se le tiene por aventurero en la facultad: el tipo duro que ha estado en tal o cual sitio peligroso desempolvando huesos, poniendo en riesgo su vida en pos de la ciencia.

Y a él le encanta esa imagen, para nada casual, que se le ha forjado.

Íntimamente, te has descubierto más de una vez pensando en cuánto te duraría en una pelea, cuánto tardaría en hacérsele migas el disfraz de Indiana Jones. Así que reduces el paso, dando tiempo para que, cualquiera que sea ese oso que teme, le salte encima de una vez. Pero, al imponerte calma, consigues escuchar la conversación:

—Pero ¡tranquila, mujer! —Esa sí es la voz de Claudia.

—Estás en un error tremendamente penoso —dice el Lucky Luke de pacotilla—, no tengo ni idea de lo que hablas, pero eso de lo que me acusas es simplemente ridículo, ¡y muy peligroso de decir!

—¡Y una mierda un error! —la voz aguda de la bestia.

Empiezas a describir un círculo para tratar de ver el ángulo donde parece estar el oso, pero primero ves a Claudia, espantada y con el móvil en la oreja, como esperando que una llamada le dé tono.

—Me ha dicho que ya venía, pero ahora no contesta. Me da que se creen que estamos en el edificio D —dice, nerviosa—. Voy a buscarlos, ni te acerques a ella, ¿eh? Está loca.

Claudia, el móvil aún en la oreja, sale del despacho y cruza una mirada extraña contigo, como si viera un pájaro raro o como si alguien hubiese movido un jarrón de lugar y, sin más, se va escaleras abajo.

Entonces, la ves.

Frente al profesor hay una chica pelirroja, más que con el ceño fruncido, con placas tectónicas colisionando en la frente. Tiene un brazo atrasado, pero parece que estuviera haciendo fuerza hacia el profesor, como si quisiera pegarle y alguien la estuviera sosteniendo.

—Venga, ya se ha ido, ya no tienes que disimular. ¡Dime qué les has hecho, no me voy a mover de aquí hasta que confieses!

El profesor le chista:

—¡Baja la voz, por Dios! Ya te lo he dicho, ¡qué yo no sé nada!

Te fijas en que, eso que la contienen, son unas esposas, parece que se ha esposado ella misma al radiador del despacho:

—¡Pero si lo he visto yo, mentiroso! Por fin he conseguido ver las cámaras —Lo señala con la mano libre—. Desde el mismo momento en que sales del edificio, cargado con una bolsa de deporte inmensa, tu ex mujer y mi hermano desaparecen del mapa. Desde justo, justo ese momento. ¡Tres meses! ¡Asesino!

—¡Que eso era mi colección de armas íberas, loca del demonio!

Rechinan las esposas contra el radiador y, entonces, te mira.

Unos ojos tan azules que prometerían, de haber estado en silencio, hablar alguna lengua de los glaciales del norte. Y el empuje de su brazo frena un poco, el ceño se le sorprende algo y así es como el profesor se gira para reparar en ti:

—¡Santo cielo! —dice, bajando rápido las manos—. Por fin la seguridad del campus. Venga, haga el favor, esta muchacha está teniendo un brote de histeria o algo por el estilo. Yo no me explico otra cosa —y sonríe, como si vendiera cigarrillos en un rancho.

Justamente hoy vas vestido de negro, con botas. Sumado a tu físico, no es extraña la confusión.

2.III: El corredor de la dama

El profesor y la chica encadenada te miran. Algo en ella te resulta familiar, o simpático. Quizá sea ese pelirrojo intensamente naranja, de caricatura, o lo descuidado de la ropa, como de granjera irlandesa, o ese olor a niebla de montaña… Aunque tal vez sea sólo por haber conseguido hacerle pasar un mal rato al ex marido de Alma.

Asientes:

—Tranquilo, doctor. Yo me encargo.

Y se le desliza una mirada hacia ella, complacido, como al niño que la maestra da la razón en una riña: «a la seño que vas», dicen las cejas en escuadra. Y extiendes una mano hacia ella:

—Dame la llave.

Las cejas grises se curvan hacia ti, confusas:

—Ya le dijo Claudia por teléfono. Se la ha tragado.

—¿Qué?

La chica sonríe, con una coquetería irónica, y ladea la cabeza.

—Pensaba que había dicho que traería un cortafríos.

—Oh… No hace falta —dices.

Das un paso más hacia la chica, ya sin sonrisa, y, sin que se lo pidas, te ofrece la mano; la palma hacia arriba, los dedos curvos, garfios rendidos, y unas uñas mordidas hasta donde le han podido alcanzar los dientes.

La tomas de las esposas.

Sabes más de llevarlas puestas que de quitarlas, pero son de las buenas, y la chica es lista como para no habérselas apretado apenas. Una vez, un policía casi te parte el radio con una de estas.

Haces fuerza con el pulgar y la cremallera de la esposa se cierra hasta ceñirle la piel.

La chica levanta la vista de la muñeca para mirarte, sin entender el juego. Cierras las esposas dos dientes más y reprime una queja.

—Dame la llave de repuesto —dices—. No estás tan loca como te gustaría.

Te mira en silencio. Sonríes, pero no encuentras complicidad.

Bajas la vista para apretar dos dientes más y, con la presión de la sangre, ahora se hace evidente un telar de pequeñísimas líneas horizontales, blancas: cortes mínimos en escalera desde la muñeca hasta mitad del antebrazo. Por encima de todos ellos, grueso, como un muro de Berlín rotundo, una cicatriz vertical los divide en dos.

—Deja de jugar a la Santa Inquisición —dice, el hielo en la mirada—, esto no va contigo.

Notas movimiento a la espalda y, al mirar, ves al profesor subir los ojos de tu chaqueta a las gafas de sol:

—Ese no es el uniforme de seguridad… ¿Tú quién eres?

Era cuestión de tiempo. Sueltas la muñeca de la chica, pero no la sostiene, la deja caer hasta quedar colgando junto al radiador. De perdidos, al río. Te giras:

—¿Es verdad lo que dice?

—¿Cómo? —dice el profesor.

—Que Alma lleva desaparecida tres meses. ¿Es verdad?

—Y a ti en qué te concierne dónde esté o deje de estar Alma. ¿Quién eres?

Das un paso hacia él, y no retrocede:

—¿Por qué nos han dicho que estaba de baja?

Levanta la barbilla, más para enarbolar orgullo que para salvar los centímetros que os separan. Huele artificial, a loción de afeitado:

—Porque lo estaba, y lo sigue estando allá donde sea que se encuentre. Alma es una mujer inestable; mental y físicamente enferma. Y ni ella, ni tú, ni nadie me puede exigir que sea su enfermero guardián para toda la vida.

La pelirroja se burla con un bufido a tu espalda. Miras sobre el hombro y, en el marco de la puerta, está Claudia con el vigilante de seguridad.

—A ver —dice el vigilante.

Es más grueso que fuerte: amasado; una figura de barro humana. Da dos pasos hacia la chica y acerca las tenazas con cuidado, como si fuera a reparar un reloj en vez de a cortar unas esposas.

—Quieto, quieto —dice ella.

Se estira el cuello del jersey y se busca dentro hasta sacar una llave minúscula. Antes de que se libere, el vigilante le sostiene el antebrazo con una mano somnolienta. Así mismo, como si hubiera venido a por un paquete, se la lleva, sin más.

—¿Qué haces aquí, Benito? —te dice Claudia, muy cerca del profesor.

—Sólo venía a preguntarle una cosa de la memoria final del curso, pero me encontré con esto.

En cuanto el vigilante cruza la puerta con la chica, das un paso para seguirla, pero el profesor te planta una mano en el pecho.

—No tan rápido, vaquero.

Miras la mano.

—Que no hemos terminado de hablar.

Lo miras a él.

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