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Antes de rendir el alma
🎙️Audio II.5: Antes de rendir el alma
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🎙️Audio II.5: Antes de rendir el alma

Segundo acto: Movimientos XIII, XIV, XV, XVI y XVII

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Esta historia continúa en:

Antes de rendir el alma

Segundo acto
Movimientos XIII, XIV, XV, XVI y XVII

2.XIII: Lo último de ti

—Yo estaba… Yo estaba en el hospital, en una camilla. Rodrigo…

Aug’naar espera un final de tu frase que nunca llega:

—Te lo he dicho, era un enclave de consciencia. Desde que entraste en el anillo no has salido, a eso me refiero. Lo que has vivido es sólo una proyección de tu consciencia, algo que tu alma necesita resolver antes de emprender su tránsito hacia… Bueno, Ella, o como sea que la llame tu pueblo.

—¿Ella? ¿Quién? Yo no estoy muerto.

—Nosotros la llamamos Eshayia, es el mismo nombre que tomamos como especie; somos, cada uno de nosotros, un fragmento de Ella que, al morir, vamos a su encuentro para volver a reunirnos en Ella.

—Te digo que yo no estoy muerto —la voz se te endurece.

—Compañero Benito, es bastante probable que sí lo estés. Ningún ser físico podría entrar aquí y quedar atrapado. Siento decirte que has de ser un alma en tránsito o un ber'zarani, un alma errante.

Vuelves a mirar a tu alrededor, como si quisieras encontrar a alguien a quien reclamarle el malentendido. Te frotas los dedos con los pulgares, el tacto es tan real que te parece imposible que esto sea siquiera un sueño, mucho menos la muerte. Respiras y el pecho se te hincha, el suelo te es firme bajo los pies… Esta muerte es demasiado física para que nadie pueda llamarte alma en tránsito.

—Que le follen a esto —dices y avanzas hacia la línea de árboles.

Sin embargo, a medida que te acercas, la determinación se te merma tanto como para que vayas reduciendo el paso hasta detenerte. Inclinas la cabeza hacia un lado y tratas de ver entre los troncos…

Una cosa es estar atrapado en un bosque, oscuro, y otra atrapado y perdido.

Sobre ti, otro de esos crujidos de ramas. Al mirar, descubres ya en vuelo un murciélago verdoso, o un diablillo, por cómo le cuelgan los brazos separados de las alas. Cruza el claro y se pierde de nuevo en las copas.

Una hoja cae en espiral ante ti. La miras desde tu altura; más negra que gris, con un vago brillo púrpura, como una luz remota a punto de apagarse. Al recogerla, la notas algo tibia en la mano. El suelo está lleno de ellas, completamente negras, entre los huecos que crean las raíces en su camino hacia el altar.

—Va, que no se diga.

Asientes y caminas hacia los árboles de nuevo. Al menos las botas son un buen calzado para ir salvando el terreno, cada vez más irregular entre los troncos. Te apoyas en uno, das una zancada, avanzas, te apoyas en el siguiente… Entonces, empiezas a ver cómo los troncos, poco más allá, se vuelven a abrir para crear otro claro, pero al llegar a la línea de árboles, sólo ves la espalda de Aug’naar que, al escucharte, se gira y te espera de brazos cruzados.

Ya habías visto este bucle antes de ese enclave de consciencia, cuando le ordenaste, sin pretenderlo, al Eshayia que escalase hasta la copa de un árbol, y no dejaba de volver a aparecer de nuevo en el claro.

Sólo queda una cosa por investigar: el altar.

Y te das cuenta.

Desde que estás ahí, aunque es sin duda el punto más característico del lugar, interiormente lo has estado evitando, ni siquiera has querido reposar la vista demasiado en él. Incluso ahora, que te diriges hacia allí, te crea una incomodidad dentro, sutil, pero que te encantaría acallar dirigiéndote hacia cualquier otro lado o, mejor, sentándote de espaldas a él. Quizá contemplar las lunas…

—No —dices.

Te fuerzas a mirar al altar. Algunas raíces, las más delgadas, escalan por la piedra labrada hasta llegar a su centro. Una de ellas crece todavía más y forma una curva, una especie de interrogación, suspendida, que apunta a la superficie de la piedra.

Avanzas y, como contagiado por tu voluntad, Aug’naar sigue la fijación de tu mirada hasta ver también el altar. Hay una sorpresa que lo hace cambiar de postura, como si fuera la primera vez que lo viera, pero no se acerca más; aun estando a apenas dos pasos de él.

Te detienes ante la piedra.

Hay algo de regocijo en verte reflejado: la barba, el rostro, incluso celebras volver a encontrarte con esos ojos de distinto color. En el altar hay una pequeña superficie de agua que refleja el cielo nocturno y, al inclinarte, también a ti. Descubrir que sigues siendo tú te da algo de aplomo, de alguna manera.

En el margen circular de piedra, algo más alzado, que contiene el agua en su centro, hay unas palabras talladas. Se te extraña el entrecejo y te apoyas en la piedra para acercarte más. Sigues con el dedo el desnivel de la talla, se te hunde la yema en esos huecos extraños y conocidos. Son símbolos complejos, jeroglíficos intrincados de formas más rectas que curvas y, sin embargo, los entiendes.

Como si leyeras en tu lengua materna, ves, rodeando el espejo de agua:

Entrega lo último de ti

Tan pequeño que cabría en una mano, tan poderoso que vale una vida

Levantas la mano del altar al darte cuenta.

Esa mancha en la piedra, que creías de humedad o musgo fino, parece en verdad sangre seca. Te frotas las manos y, lo poco que queda de ella, se cuartea y se desprende como una lluvia de polvo.

2.XIV: El usurpador

En un impulso que ni tú mismo entiendes, buscas una piedra afilada.

Miras a tu alrededor con urgencia: el deseo de libertad se te retuerce dentro y, con la seguridad de haber resuelto el enigma, tomas un guijarro y te abres un corte en la palma de la mano. El dolor te entrecierra los ojos.

—Pero ¿qué…? —dice Aug’naar y hasta adelanta un gesto para detenerte, sin terminar de hacerlo.

Dejas que la sangre gotee, pero el reguero, débil, sigue más la pendiente hacia tu codo que la caída hacia el vacío. Aprietas los dientes. Cierras el puño y, como exprimida, la sangre riega el espejo de agua y las tallas, donde otros, antes que tú, dejaron la suya.

Te ves la expectación dibujada en el reflejo, cruzada por hilos caprichosos de sangre que, más que diluirse, bailan un acordeón de medusas lentas que bucean y bucean hacia un fondo imposible, mucho más hondo que los tres o cuatro dedos de profundidad que parece tener el espejo de agua.

—Cándido estuvo aquí… —dice de pronto Aug’naar.

Tiene la vista en tu mano y se yergue despacio con la desconfianza juntándole las cejas:

—¿Cómo es posible que lo haya olvidado? Estuvo aquí, conmigo, igual que tú. Él también hizo… —susurra ahora, remoto—. ¿Cómo lo he podido olvidar?

Das un paso hacia él, sin alejar la mano del centro del altar:

—¿Y? ¿Qué pasó después?

Aparta la vista y la pierde en el bosque con una tristeza cansada que no entiendes:

—El altar no quiere tu sangre… Eso sólo valdrá para…

No termina la frase, o tal vez sí, pero no para ti: un movimiento en el agua del altar te llama y acudes con un golpe de cuello. La sangre ha coordinado su danza en una espiral única, un trazo circular que desciende sobre sí mismo hasta un punto lejano, convirtiendo el altar en pozo.

Entonces, ese punto central crece, asciende, y durante su subida hacia la superficie el agua se vuelve tan espesa como si hubieras vaciado cuatro cuerpos humanos en el altar.

—Él ya ha hecho esto antes… —dice, con la mirada en el manto rojo que empieza a hacer temblar la superficie.

Ahí mismo, como una cortina traslúcida, en cada onda empiezas a ver un reflejo distinto al del cielo y el bosque: luces, luces mucho más intensas que esas de las lunas. Tratas de distinguir algo. Parece que empieza a apreciarse figuras y, en cuanto apoyas la mano en el altar, la superficie queda plana como antes del corte, pero todo representado en carmesí.

Y, en esa pequeña ventana, ya no está tu reflejo, sino el techo de una ambulancia y, de pronto, Luna que se te acerca.

Miras a Aug’naar:

—¿Esto también es un enclave de consciencia? ¿Vuelvo a alucinar?

Niega y, al hablar, su rugido resuena como la sentencia en un cadalso:

—Faer está tratando de robar tu cuerpo, Benito.


Por fin abre los ojos.

Te acercas para calmarlo, pero te deja rumiando la palabra dentro al adelantarse:

—Luna, querida. Hazme un favor y deshazte de este anillo, ¿podrás? —Con suavidad, te toma la mano y posa en ella el anillo, como si fuera la propina de un botones.

—¿Querida…? —Mantienes el anillo ahí, la palma en cuenco.

Después de la hostia contra el suelo, la verdad es que esperabas que despertara, como poco, aturdido. Te das cuenta ahora de que hasta habías repasado toda la historia en la cabeza; la habías resumido para contársela cuando despertara, para calmarlo: que se había desmayado, que sólo estaban yendo al hospital para hacerle unas pruebas, pero…

Beni mira a su alrededor como si estuviera en una pajarería curiosa. Parece que está conteniendo una sonrisa a duras penas; es más, parece a punto de echarse a reír en cualquier momento. Quizá, al final el golpe sí fue para tanto.

Se yergue para sentarse, pero el paramédico lo detiene con una mano en el pecho.

—¡Ey, ey! ¡Tranquilo ahí…! —Se le corta la sonrisa.

La mano lenta de Beni por fin llega a tomar la suya, y el paramédico calla. Como quien se aparta una hoja seca de encima, toma la mano del chico y la deja a un lado.

—Beni, lo mejor es que te quedes tumbado —dices—. Te podrías marear.

Asiente y se vuelve a tumbar, muy recto. Tarda poco en que esa sonrisa contenida vuelva a aparecerle bajo la barba. Hasta balancea los pies de un lado a otro, infantilmente alegre.

—¿Está…? —dices.

—No pasa nada, es el shock. Es normal que actúe raro, tranquila.

Sin embargo, el paramédico no ha vuelto a sonreír. Está como ausente y revisa no sabes qué, pero sin demasiadas ganas; algo en un cajón de la estantería. Está incómodo. Lo ves volver a sentarse y levantarse —para no hacer nada de pie— un par de veces más hasta que la ambulancia se para.

Abrir la puerta, que su compañero lo baje y salir tú, es un desfile que él mira, alucinado, como un espectáculo de sombras chinescas. Muy raro. Había sido muy amable, incluso gracioso, durante todo el trayecto. Hasta ahora. Te guardas el anillo en la riñonera del tabaco.

—Recuerda deshacerte de él —dice entonces Beni—. Llévalo a una fragua o tíralo al mar, eso bastará.

—¿Al mar? —te ríes—. Si estamos en Madrid, Beni, aquí no hay mar.

—Desde luego que no —dice, como si fueras tú la que hubiera dicho una tontería, y vuelve a tumbarse.

El conductor de la ambulancia te busca la mirada y ríe contigo, en secreto, pero el paramédico sigue ausente: empuja la camilla como si no estuviera ahí, con una prisa vacía. Al llegar a Urgencias, deja a Beni a un lado:

—¿Te encargas tú? —le dice al conductor y, sin esperar respuesta, deshace el camino.

Lo ves alejarse mientras su compañero habla con una enfermera. Qué cosa rara. Una mano te toma de la muñeca, con tanta delicadeza que hasta tardas un tanto en notarlo: Beni, desde la camilla, te acerca un poco a él.

—No hace falta que me acompañes más, puedes marchar —Sonríe.

Ante tu silencio, mantiene la sonrisa, y sólo suma un gesto con la mano, como si te barriera con el dorso hacia la calle. Está claro que la caída le ha cruzado algunos cables dentro a este.

—Bueno, pero déjame tu número y te escribo luego para ver cómo estás.

—Mi número no puede ser otro que el uno —asiente, seguro.

—Vamos a llevarlo ya al box, ¿vale? —Aparece justo una enfermera.

La chica empuja la camilla de Beni, que vuelve a aquella sonrisa de euforia contenida.

2.XV: La carga del que queda atrás

Es extraño.

No es que seáis amigos de toda la vida, la verdad es que hace apenas un par de horas que lo conoces, pero parece una persona distinta: alguien que por casualidad se parece a Beni. Incluso mirarlo, ahora, en la distancia, te da la impresión de estar viendo a alguien diferente, del todo desconocido, como cuando…

Se te espina el estómago al crear la relación.

Esa mirada limpia y vagamente confusa, de niño perdido al que le ha crecido demasiado el cuerpo sin que se diera cuenta. Notas la pesadez de la pena en la cara, te arrastra la sonrisa al suelo.

Una Luna pequeña, con coletas pelirrojas y un parecido molesto a aquella niña de la televisión, ya vio una vez ese eco de ausencia en un cuerpo conocido: la misma mirada con esa enajenación tibia, sin darle gran importancia a haberse olvidado del mundo. Sin excepción. Hasta de la hija que tanto se parecía a Pippi Calzaslargas.

Lo tenía tan fácil para recordarte…

Esa mirada necia de los últimos días de tu padre, otra vez, en este chico.

Las lágrimas se te atropellan por salir y, antes de que llegues a sentarte a un lado —sólo por quitarte del paso, sólo por que no te vean—, se te derrama la tristeza con una injusticia tan dolorosa... No hay derecho que sea tan fácil devolverte a aquella cama de hospital, inmensa, esa cuna para bebes adultos que retenía al bebé grande que había suplantado a tu padre.

Lloras con todo el disimulo que eres capaz; la barbilla contra el pecho, los antebrazos conteniéndote el ombligo, como si te pudieras deshacer en pedazos de ocurrírsete soltarte. Quien pasara por aquí, sin detenerse en esos ligerísimos espasmos del sollozo, pensaría que eres sólo una paciente a la que le duele mucho el estómago.

Pero una señora, en la fila de bancos de enfrente, se ha dado cuenta. La ves, entre la bruma de lágrimas, removerse en el asiento, como con ganas de ser tu madre; así, antes de que le sea irresistible intentarlo, te levantas y cruzas todo el pasillo hasta la calle mirándote las zapatillas.

Con la batida de las puertas automáticas, sales al frío de Madrid. Todavía caminas algo más a un lado de la fachada y te apoyas. Sin tanto público, el sollozo te consigue separar los labios y, con esa mueca de dolor mal contenido, abres la riñonera para liarte un cigarro.

Entre el llanto y el frío, lo que te lías da pena verlo y, cuando rebuscas en la riñonera a por el mechero, tocas algo que no debería estar ahí. Lo sacas: es el anillo de tu hermano. Y se te arruga la barbilla de nuevo por recordar a la persona más buena del mundo, desaparecida, probablemente muerta, en cualquier lugar, y tú siendo el ser más inútil del universo que no es capaz ni de encontrar un pelo suyo en tres meses.

El cigarrillo, deforme, te cabecea en los labios con cada sollozo, como la batuta de un director de orquesta.

—Perdona, ¿estás bien? —Una voz de mujer.

Se te corta el llanto con la sorpresa y la batuta se convierte en estoque en guardia:

—Ay, encima no… —dices, avergonzada, y le das la espalda.

Todavía espera un poco más. Hasta piensas que se ha marchado, pero dice:

—¿Te apetece hablar o prefieres estar sola?

2.XVI: Monólogo

Estás convencida de que no quieres hablar con nadie. Quieres fumar, en paz, y beberte las lágrimas sola como siempre. Piensas que, tal vez, si no le respondes, se irá por sí misma, que entenderá el mensaje de estar parapetada tras la espalda.

Haces correr la piedra del mechero dos veces y algo de calma sigue a la primera calada. Así, a traición, se te escapa. Se te resbala de los labios:

—Mi hermano desapareció hace tres meses.

Por un momento, piensas que tu deseo se ha cumplido, que la mujer se marchado dejándote ahí, hablando sola como una idiota, pero un roce de telas del abrigo, al moverse, te confirma su presencia todavía a la espalda. Te llevas el cigarro a los labios y la punta se enciende.

—Él nunca se habría ido sin decirme nada, es como mi… Le ha pasado algo, fijo, pero no puedo… No sé cómo… Ya lo he intentado todo, he revuelto medio Madrid buscándolo y no hay manera. Simplemente no está. Y cada vez parece más claro que… Cada vez está más claro que… —Fumas para que la pitada te contenga las lágrimas dentro.

—Ya no sé qué más hacer, estoy vacía.

Y te giras, a cobrar el pago de un consejo, que al menos haya una recompensa para este confesionario tras la celosía de tu espalda. Te encuentras a una mujer; el pelo rizado, casi en tirabuzones, y la nariz algo encarnada por el frío bajo una nube de pecas, que bien podría competir contra la tuya misma.

Te mira en silencio. Tiene un buen abrigo que le dobla el tamaño; cruzada de brazos, parece que estuviera acurrucada en una armadura.

—¿Vas a decir algo o…?

Por un momento piensas que no habla español o que estás en su camino, que en verdad lo que quiere es pasar y se lo estás impidiendo. «Pero si tiene espacio de sobra…» Algo incómoda, bajas la vista y disimulas el gesto volviendo a llevarte el cigarro a los labios.

Y te das cuenta de algo.

Entre el zapato y el pantalón se ve un mínimo de piel en el tobillo, pero sólo en uno, el otro tobillo parece sintético o metálico: tiene una pierna prostética. La profesora de Beni, la vecina de Cándido, tenía una pierna prostética… Ahora que lo piensas, en las grabaciones del videoportero viste a alguien con ese mismo pelo rizado.

Se te acelera el pulso y vuelves a fumar para que no se note el temblor que empieza a sacudirte el cuerpo.

2.XVII: El umbral

El cigarro te da un destello de seguridad, que se te agota en cuanto consigues decir:

—¿Eres tú? ¿Eres la profesora Alma?

Se descruza de brazos y aparta la vista hacia la calle. De pronto le notas el agotamiento, parece suspirarle un cansancio profundo en la mirada. Es mayor que tú, puede que te doble la edad, pero tal vez sean esas pecas; sí, las pecas la rejuvenecen de algún modo. Aun en este silencioso buscar el horizonte, le dan un aire juvenil y hasta intrépido, pero tan pronto vuelves a sus ojos y te fijas en ese mirar varado, te da como que ella, en verdad…

Vuelve a mirarte y, quizá por un reflejo caprichoso del sol, un brillo violeta le centellea en los ojos marrones, sólo un segundo, y dice:

—¿Cómo sé ahora que no estás con ellos?

—¿Qué?

Vuelve a cruzarse de brazos y el abrigo la arropa de nuevo como una coraza:

—Cómo sé que no eres un señuelo, cómo sé que, en cuanto responda a esa pregunta, no saltará de aquel arbusto un equipo de alaris a por mí.

La miras en silencio, alucinada. No te puedes creer que esas palabras hayan salido de su boca de verdad. Empiezas a dudar de estar despierta. Todavía le aguantas la mirada un poco más, esperando algo que no llega, y por fin dices:

—… ¿qué? —cada vez con menos voz.

La mujer se gira y hasta adelanta un paso para irse, pero la angustia se te convierte en vigor:

—¡No! Espera —La agarras de una manga—. ¿Dónde está mi hermano? ¿Dónde está Cándido?

Te mira, todavía sobre el hombro, para encontrarte con la cara torcida al borde del llanto, y se dice a ella misma, más que a ti:

—Eres su hermana… —como quien entiende al fin un acertijo.

Levanta la vista a la fachada y, al girarte, entiendes que mira la cámara de seguridad. Mira ahora al vigilante, que os da la espalda, ajeno a vuestra conversación, luego recorre las ventanillas de los coches aparcados en busca de algo que no entiendes, hasta que, aún en ese desconfiar del mundo, te dice:

—¿Cuáles son las posibilidades de que esto pase? —Te mira al fin—. Encontrarte aquí, a su hermana, justo el día que vengo a la revisión con el ortopeda… Es imposible que te crea. Lo siento.

Aun con alguna suavidad, tira para liberar la manga de tu presa. Tiene intención de irse, no de vuelta al hospital, sino hacia la calle.

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