Este audiolibro es la continuación de:
Estás a punto de escuchar la audición siete; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el audio que te falte.
También puedes escucharlo en Spotify y en Apple Podcast. Y, ya que vas, deja cinco estrellitas y cosas lindas por allá, así frikizamos a más gente «⭐⭐⭐⭐⭐».
La voz maravillosa que locuta cada capítulo es de Geeknifer, ¡síguela en Escríbeme pronto!
Y suscríbete a Miradero para seguir recibiendo los próximos capítulos:
Esta historia continúa en:
—Creo que deberíamoz ponernoz en camino ya.
Lila aparta la vista del libro y asiente. Se agacha para tomar el casco del suelo y la imitas antes de empezar a subir la escalera, de vuelta al día.
—¿Qué pone el libro? —dices hablando sobre tu hombro—. Parece que al final haz podido leer algo.
—No, no tengo ni idea. Sólo pensaba… La voz es una voluntad, pero la escritura parece más un compromiso. Yo puedo comunicarme con cualquier ser porque puedo leer esa voluntad viva en ellos, porque la he visto repetida en innumerables especies: insectos y aves, flora y rocas, mamíferos y dumíferos… Cualquier vida que haya cruzado nuestro seno, ha sido escuchada y respondida, porque nuestras voluntades han sido siempre una que late más allá de la forma arbitraria que hayamos tomado.
Salís al sol y la esperas, para poder mirarla mientras habla:
—Sin embargo —dice emergiendo a la luz—, la escritura… La escritura es un secreto, un pacto restringido, abstracto, donde las voluntades se disipan en una nube de garabatos que pudieran o no significar lo que significan, pero que, ambas partes, saben infaliblemente lo que significa en cada momento para dejar de significar lo que potencialmente podrían. La escritura es un laberinto demasiado artificioso para mí, por eso me resulta tan interesante, porque me cuesta entender cómo dos seres fragmentados en el tiempo y el espacio deciden sacrificar la voluntad de voz viva en favor de… No lo sé, en favor de longevidad, tal vez. La escritura parece un desafío a la muerte de los que sois mortales, el rapto de la eternidad que no merecéis todavía.
—¿Por qué… no la merecemoz?
Se detiene en medio del patio para mirarte, como si te buscara algo en los ojos. Luego continúa hacia el portón:
—Por lo mismo que se le niega la luz a un pimpollo con la sombra de los más antiguos árboles, para forzarle a crecer por encima de las copas que ya están, para ganarse su luz a través de engrandecer el bosque. Cada especie mortal es una promesa de superar lo divino, creo que entenderás mejor si uso esa palabra concreta. Cuando vuestro tronco demuestre ser capaz de aguantar vuestro peso hasta llegar a las copas de los que llevamos tanto aquí, tal vez entonces.
—¿Erez… un dioz?
—Claro, Cándido —Te sonríe—. Aunque esa palabra no significa nada para nosotros, sólo puede tener algún valor para los que todavía pueden imaginarla, para los todavía mortales. Es la primera palabra que he podido leer en este libro, porque parece que todas las palabras orbitaran en torno a esa. Es tan grande la sed que no pueden dejar de hablar del agua.
—¿Cuál ez la palabra?
—Eshayia.
Subes al bloque negro que obstaculiza el portón y tiendes una mano para ayudar a Lila. Sientes que la acepta, sonreída, como formando parte de un ritual gracioso. Saltas al otro lado:
—Hay algo que no entiendo. Dicez que erez eterna, pero, zin embargo, te reproducez. Eztamos yendo a buzcar al Heredero, al legado del bozque.
Al verla saltar, te das cuenta en la estampa tan extraña de ver a alguien con armadura y calzando pantuflas de dentro de casa.
—No me reproduzco.
Lila se queda callada un rato, pensativa, hasta que al fin continúa:
—Por ejemplo, un bítribo cambia de piel después de cada estación carmesí. Entiende al Heredero como el resultado de mi renovación y, a mí, como la piel muerta que deja a su paso. Si no recuperamos al legado, si no vuelve al seno del bosque para nutrirse de nosotros, el bosque será piel muerta para siempre, cada vez más descompuesta, hasta que deje de existir.
—Pero ¿por qué alguien querría robar al Heredero? ¿Para qué la quiere el jinete?
—Hay diferentes especies en este mundo y no todas aprecian la vida; una ignorancia tenaz en ellas que las lleva a ver la existencia de un modo terriblemente ajeno a la realidad. Hubo una vez un pueblo señalado para crecer hasta ganarse su propia luz —No te pasa desapercibido cómo, de pronto, acaricia el dorado cobrizo de la armadura—, pero eso fue en otro tiempo. Es claro que el jinete Hęrtigo quiere interrumpir el ciclo de renovación; sus motivos, los desconozco.
Camináis en silencio durante bastante después de eso.
Estás digiriéndolo todo. Sin embargo, te asombra la plasticidad o la adaptabilidad humana. Hace unas horas estabas volviendo del laboratorio con los partes en la cabeza que mañana, bueno, hoy, tendría que contrastar tu relevo y ahora estas discutiendo, con total tranquilidad, la renovación divina de un bosque.
Te das cuenta de que las lilas brotan con más fuerza que antes al paso de tu compañera y, al ver la pierna prostética, recuerdas a la otra y breve acompañante que fue tu vecina:
—¿La dueña de ezte cuerpo eztá aún viva?
Te apunta rápido con ese destello violeta de la mirada:
—Dueña —repite con una risita suave—. Es nuestra partícipe ahora, por eso podemos ser nosotros en ella y ella en nosotros. Mezcló su vía con la nuestra accidentalmente, si es que los accidentes pueden existir. La dueña de este cuerpo vive en nosotros y vive en el Heredero y vive en esta carne que tú llamas suya.
—Pero… ¿podrá volver a reunirce en un único cer?
—No, no se puede revertir y menos ahora que el bosque se ha alojado en su carne. Nadie puede escalar su prosapia, sólo puede ser consecuencia de ella. El Heredero no puede ser nosotros, ni tendría sentido que lo deseara. Ella no podrá volver a ser lo que era, aunque pudiera desearlo con todas sus fuerzas.
Lila se detiene. Mira muy fijo, a unos veinte o treinta metros, uno de esos grandes bloques negros del camino, restos del bestial asedio a la fortaleza que dejáis atrás:
—Hay algo detrás de esa roca.
Ver a Lila tan seria te remueve por dentro. Hay algo en su expresión que va más allá de estar preocupada. Mira a la roca un poco como miraba al libro, con un desconocimiento inquietante, pero como si, esta vez, el libro fuera un abismo oscuro y tratara de sondear el fondo.
No se sobresalta como tú cuando, del otro lado de la roca, sale un humano.
Os mira, como si consultara la hora en una torre lejana, y sube despacio la ladera hacia vosotros. Es un tipo vestido de negro: zapatos, pantalón y jersey de cuello alto. Camina con la vista en el pasto ante sí, molesto. Sólo alcanzas a ver el peinado, clásico, tal vez, o neutro, sin más.
—Ese ser no es tu igual, aunque lo parezca —susurra Lila, tal vez en un pensamiento o en una advertencia.
Cuando llega a vuestra altura, te das cuenta de que es más corpulento y alto de lo que parecía.
Cara de pocos amigos. De pronto esa expresión cobra una dimensión significativa de verdad. Os mira las armaduras, el paraguas y, por fin, a los ojos. Son de un marrón demasiado oscuro, cargado, no sabes bien si por la ira, el desdén o el cansancio:
—¿Os habéis divertido? —dice la voz cruda.
—¿Quién erez?
—Quien os va a llevar de vuelta.
Una brisa ligera llega desde el bosque para mecer el pasto.
Silencio.
El tipo ha quedado mirándote, aunque sin demasiado interés, tal vez sólo como si esperara algo, como si supiera que te gustaría echar a correr y calibrara las probabilidades de tener que perseguirte.
Poca gente sabe dónde estuviste después de dejar el hospital y antes de dedicarte a los ensayos clínicos, pero la verdad es que estuviste en la academia para ser policía científica.
Si no le has hablado a nadie de eso es por una buena razón: porque te echaron; aunque, de haber terminado, es probable que hubieras quedado primero o segundo de promoción.
Te echaron por amenazar con un arma cargada a un instructor.
Te das cuenta. Este hombre te mira exactamente igual que como él te miraba en público. Cansado y prevenido; colmado y con una resignación estoica. Aunque, cuando no había nadie…
Agitas la cabeza con suavidad, confundido:
—¿Quién erez?
Se lleva una mano a la boca, como si peinara un bigote que no tiene, y, el paso de los dedos por la sombra de barba, suena a cerillas prendiéndose. La resignación, en la cara, está a punto de convertirse en auténtica furia:
—¿Por qué insistes en hablar? Sígueme de una vez —Retrasa un paso para emprender el camino.
No necesita alzar la voz para que sus palabras te retumben dentro con la prisa de la obediencia. «¿De qué sería capaz si no lo hiciera?», piensas con un encogimiento, y ya estás a punto de dar un paso hacia él:
—No —dice Lila—. Este no es tu mundo, suturador.
Al tipo se le sonríen los ojos, o tal vez se les afilan, como al chacal que ve a un competidor colarse en su territorio, mansamente dominado durante tanto, para obligarle a defenderlo.
—Si sabes que soy un suturador, deberías saber que todos los mundos son mi mundo.
—Pertenecer a mil mundos es igual que no pertenecer a ninguno.
Niega, apenas un centímetro de movimiento:
—No, es peor. Ahora, andando.
Estira el brazo para agarrarte el cuello de la coraza, pero Lila lo detiene. Su mano queda suspendida ante ti y ves que, junto a los nudillos, tiene cicatrices circulares en cada dedo, como si se los hubiera cortado todos para cosérselos de nuevo.
—Te impelo a que te vayas —dice Lila, con la misma calma con la que le agarra el antebrazo.
—No lo haré sin vosotros.
Oyes un crujido y las uñas del suturador crecen; tanto, que hasta la punta de los dedos se le deforma para crear unas garras bestiales. Ese sonido de huesos rotos cesa y, antes de que puedas dar un paso atrás, el hombre se libera con un gesto limpio.
Un hilo de sangre corre por la mejilla de Lila.
Te mira, serena, pero ese brillo violeta en los ojos centellea ahora como una tormenta:
—Es mejor que corras.
Lila te aprieta el libro contra la coraza y, con la boca abierta, lo sostienes, ahí, en el pecho, como una colegiala con su carpeta forrada.
Consigues dar un paso atrás, y otro, pero hay algo primitivo dentro que te dice que no hagas movimientos bruscos y, sobre todo, que no le des la espalda a ese tipo.
El viento te despeina, la brisa se ha convertido en ráfagas fuertes que arrastran hojas del bosque. El que Lila ha llamado suturador retrasa un paso, en guardia, aunque con las manos pesadas aún a los lados.
—Vuelve y diles a tus amos que no has encontrado lo que buscas.
Su voz vuelve a sonar diferente; no etérea, sino proyectada, con una presencia total, como si cada brizna de pasto hablara con gravedad en su nombre. Por fin, al escuchar «amos», la furia le atenaza el entrecejo y, más que oír, sientes pesado sobre ti un rechinar de dientes, una presión airada que te compacta, que quiere aplastarte contra el suelo.
Te cuesta dar el siguiente paso hacia atrás, y el tiempo se te suspende en las entrañas cuando lo ves saltar contra Lila: una sombra negra, apenas trazo difuso en el viento.
Un temblor rápido te desequilibra y, entre ella y el suturador, el suelo estalla. Emerge un tallo, grueso y flexible, que falla en su golpe contra la sombra. Con un pasmo que te hiela, lo ves plantar los pies en el tallo para impulsarse contra ti. Y es tan grande el terror que ni tienes fuerzas para cerrar los ojos.
La muerte en forma de garra retorcida se alarga hacia ti con una velocidad de sentencia.
Y estalla el chasquido de un látigo.
A unos metros de ti, en el aire, el suturador se frena en seco y rebota de nuevo hacia atrás para estamparse contra el suelo. Con un gesto, como en un tirón de bridas, Lila lo libera de las dos raíces y vuelve a agitarlos para chasquear de nuevo el aire.
No puedes verle las piernas. La vegetación ha crecido a su alrededor hasta fusionarla con el terreno, es ahora un montículo de lilas, tierra y raíces trenzadas. Lo dorado de la armadura resplandece hasta darle un movimiento etéreo a los cabellos.
Te mira.
Aun desde la distancia, puedes ver más que nunca lo violeta de sus ojos, es tan intenso que parece un antifaz, dos pequeñas nubes de tempestad en la cara.
—¡Corre de una vez!
Joder, y tanto que corres.
Cuando ya vas por media ladera, terminas de ser consciente de que estás corriendo, quizá justo cuando has dejado de sentir esa presión aplastante. Miras un segundo hacia atrás y ves los dos látigos de raíces agitarse, hojas que vuelan en torbellinos, la sombra rápida del suturador al esquivar…
Eres capaz de dar unas zancadas más antes de tener que reducir el paso. Vale que la armadura es más ligera de lo que pensabas, pero es una armadura y tú llevas pagando el gimnasio meses, sin ir, como buen tributo al Olimpo que haces todos los principios de año.
Resoplando, pasas cerca de la cabaña, pero, como en el cuento de los cerditos, imaginas que unas garras como aquellas atravesarían esa madera mohosa de dos cachetadas. Así que, trotando a una velocidad un tanto vergonzosa, te diriges hacia la aldea. Su empalizada, aunque también de madera, te genera algo más de confianza.
Además, parece que hay centinelas en lo alto.
Has renunciado al trote y vuelves a caminar, aplastando la hierba alta a cada paso. Avanzas en ese sonido de lechuga deshojada cuando te parece escuchar algo más que lo enturbia. ¿Un ronquido?
Jorre en hu aeza…
Miras a tu alrededor, pero no hay nadie, y el bosque queda muy atrás como para que venga de allí.
Jooorre en tu aeza
Buscas entre el pasto; ahora ha sonado más como un sapo que balbuceara.
Pooorreee eeeen tuuu caeeezaaa
Suena muy cerca. Algo te tiene que haber seguido. Vuelves a trotar, a punto de masticarte el corazón, pensando que el suturador tiene algún lacayo que te persigue, cuando escuchas un gemido metálico y la celada del casco te pilla los dedos tan fuerte que lo tiras al suelo.
Queda ante ti y la celada se mueve bruscamente al hablar:
—¡Ponme en tu cabeza! ¡Por la savia del antiguo! ¿Cómo te lo tengo que decir?
—¿¡Qué!? —Das un salto atrás.
—¡Estás yendo directo a una pocilga llena de hęrtigos con esa cara de blanucho alienígena al descubierto! Ponme en tu cabeza, rápido, antes de que te vean los vigías. ¡Va, va!
Levantas la vista hacia la empalizada. Las dos siluetas que habías visto se han unido en un punto de la defensa y parece que miran hacia ti, como si discutieran algo, confusos. Das dos pasos rápidos hacia el casco y, aún con bastante aprensión, te lo pones. El mundo se convierte en una fina grieta ante ti.
La celada ya no se mueve al hablar:
—Eso es, eso es —dice, como calmando a una yegua.
—¿Qué eztá pazando? Erez… ¿un fantazma?
—Zí, zoy un fantazma. ¿No se supone que eres una especie de curandero en tu patria? ¿Por qué no te has curado ese silbido ridículo?
Te detienes:
—Porque no me importa hablar azí. Tengo zufuciente autoeztima.
—¡Bravo, bravo! Así que pensabas ir a la aldea y matarlos a todos con tu suficiente autoestima. Ese era el plan desde el principio, entiendo.
—¿Por qué tendría que matarloz?
—¡Para que no te maten ellos primero! —La celada castañetea de nuevo con fuerza—. ¡Por el primer fruto! Nunca te has topado con un hęrtigo, ¿verdad?
—Uno cazi mata a mi amiga…
—¿Y esa no fue pista suficiente? No puedes fiarte de un hęrtigo, te matarían sin preguntar; créeme, extinguieron a nuestro pueblo.
Recueras la cámara, los esqueletos de las madres y los niños, el sacrificio para salvaguardar la huida de alguien…
—¿Quién erez?
—¿Te has fijado en lo mucho que preguntas eso? Pero bueno, supongo que es justo: soy el último guardián de Eshayia.
Recuerdas esa palabra, Lila la mencionó:
—Penzaba que Eshayia zignificaba Dioz.
—Eh… Puede ser, en algún contexto, sí. Es largo de explicar. Pero ¡escucha!
El casco se te gira en el cuello, festivo, y te deja sin visión durante la vuelta hasta que regresa a su posición natural:
—Tú me necesitas a mí y yo te necesito a ti, hagamos un trato.
—¿Ah, zí? ¿Y para qué te necezito yo?
—Porque eres una criatura rara, que habla en una lengua rara, que hay que estar muerto para entender. ¡Yo estoy muerto! —Vuelve a poner voz de calmar yeguas—. Y adivino que tú no hablas ninguna lengua hęrtiga…
—Vale, tienez razón. ¿Y qué quierez a cambio de zer mi traductor?
—Un cuerpo. ¡Tranquilo, no el tuyo! Pero, en algún momento de la búsqueda del Heredero, encomiable misión, por otro lado, enhorabuena, tendrás que conseguirme un cuerpo vivo. ¡Inteligente, eh! No vale el cuerpo de un gorso o un fareno peludo —Te deja reposar lo que ha dicho sólo un poco—. Bien, ¿qué… me dices?
Share this post