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Te adelantas un par de pasos:
—Creo que… —Señalas—. Lo mejor ez empezar por las ruinaz, ¿te parece bien?
—Sólo conozco al mundo por sus hachas y por su fuego, cualquier destino es igual de errado e igualmente correcto para mí.
—Bueno.
Avanzas, de nuevo con tu compañera al lado. Reposa una mano sobre el cinto, asegurando el escote de la bata. Libre de raíces y piedras, la pradera no es ya desafío para utilizar el paraguas como bastón. Lo balancea sin cuidado cada tantos pasos. El pasto es justo del tamaño para cubrirle la prótesis bajo la rodilla; viéndola caminar con tanta soltura, nadie diría que tiene una.
Entonces te das cuenta.
Te detienes. Miras a sus pies y buscas hacia atrás; comparas su rastro con el tuyo. A cada paso, tu compañera despierta florecillas diminutas en el pasto: lilas que se agrupan tanto como tiempo permanezca detenida en un lugar.
Te agachas.
Junto a su pierna un ramo de lilas no deja de eclosionar nuevas flores, tan diminutas que lo hacen parecer un racimo de uvas. Dejas que el ramo repose en tu mano y los pétalos que germinan te acarician con pequeñísimos besos.
—Ezte podría zer tu nombre —Alzas la vista y sus ojos centellean—: Lila.
Asiente:
—Lila…
Queda ahí suspendida y piensas que es verdad que necesitaba otro nombre. Ahí están los mismos rizos alborotados de tu vecina, el mismo campo de pecas, ese atractivo sereno… Pero ella no está. No sólo por las amatistas de los ojos, sino por eso que vibra detrás.
Te vuelves a erguir y camináis la pradera hacia la pequeña colina de las ruinas.
Parece evidente que hubo un tiempo en el que un camino transitado subía hasta los muros; ahora, el pasto crece sólo un poco más disperso que en el resto del monte, pero lo suficiente para que sea perceptible una onda en la hierba que dibuja un sendero para seguir.
Antes de llegar al muro, el muro llega a ti en forma de grandes bloques negros abandonados aquí y allá a los márgenes del camino, prueba de la destrucción que terminó por convertirlo en la ruina que ves.
Más cerca, ves lo irregular que es el trazo de las murallas: no es una cerca circular ni cuadrada, es una forma geométrica a mitad de ambas, caprichosa, que parece responder a los accidentes naturales del monte más que a las matemáticas. A cada tantos metros de muro, la piedra avanza en forma de lo que hubo de ser torreones, hoy, igualmente allanados a la altura de las almenas del muro.
Te preguntas a dónde habrá ido a parar toda esa piedra negra y qué máquina de asedio pudo derruir un muro tan espeso.
El sendero abraza toda la cara norte del muro hasta, por fin, doblarse para llegar a un gran arco que hubo de albergar un portón defensivo; vano alineado ahora con el sol rojo que amanece.
Entras con algún esfuerzo. Un gran bloque negro obstaculiza el tránsito y tienes que escalarlo para ayudar desde ahí a Lila. Tomas su mano. Está caliente de una manera curiosa, vibrante, como si el calor naciera de miles de mariposas que le aletearan dentro.
Desde ahí arriba puedes ver mejor la planta de la fortaleza. No es demasiado grande; caótica más allá de estar derruida. A una pequeña plaza central la rodean divisiones internas igualmente caprichosas que el muro a las que están adosadas. Por lo demás, la vegetación se ha hecho dueña también del interior, no parece que haya sido transitada en mucho tiempo. Es difícil incluso ver si la base es de piedra o de tierra; sin embargo, al fondo, en una de esas divisiones que hubo de ser edificio, ves un gran agujero rectangular, demasiado geométrico.
Saltas y te acercas para investigarlo.
Apartas arbustos, esquivas bloques y travesaños carcomidos hasta llegar a aquella construcción; ahora, poco más que un murete que te llega a la altura del pecho. Entras y te acercas al agujero. Efectivamente, no es una fosa natural, unas escaleras de piedra descienden en círculo hacia la oscuridad.
No parece que el jinete haya pasado por aquí, sin embargo…
Miras a Lila y te devuelve la mirada.
No la habías tenido tan cerca antes, pero hay algo de verdad hipnótico en esos ojos. Un fluir espeso en el iris, una marea lenta y pegajosa, como un río de miel y lavanda, circular, que te dejara ahí atrapado.
—¿Bajamos? —dice.
Asientes y consigues dar unos cuantos pasos hasta que, dadas dos vueltas a la escalera de caracol, no ves prácticamente nada. Echas mano al bolsillo y enciendes la linterna del móvil. Te queda un treinta y siete por ciento de batería, pero es poco probable que vayas a usarla para llamar a nadie.
—¡Vaya! —dice Lila, genuinamente sorprendida.
La piedra ahí abajo es incluso más negra que la del exterior.
Cuando ya has descendido bastante, piensas que quizá deberías haber contado los escalones. No sabes de qué te habría servido eso, tampoco sabes qué se suele hacer cuando se exploran ruinas, pero ahora te gustaría contarlos.
Con el número doce en la cabeza llegas a la base del sótano y te clavas al suelo.
No puedes ver otra cosa que no sean esqueletos, pero son tan pequeños… No necesitas fijarte en la pelvis de los esqueletos más grandes para darte cuenta de que son de mujeres. Muchos están junto a esos esqueletos diminutos, protegiéndolos de aquello que bajó esas mismas escaleras antes que tú. Has visto algunas pelis medievales como para saber que ese sótano debía ser donde se escondían mujeres y niños durante un asedio.
Te sobresalta algo.
No estás en la tierra, sin embargo, no sabrías distinguir un esqueleto humano de esos que ves ahí. Por fin, la curiosidad científica consigue lo que no el coraje y te acercas a uno de ellos.
La ropa que hubieron de tener está tan podrida que se confunde con las capas de polvo. Iluminas el cráneo. La primera diferencia que ves es en la dentadura: los cuatro colmillos son más pronunciados, más finos, quizá. El hueso nasal, en cambio, es más llano con respecto a los pómulos que en un humano. Pero la siguiente diferencia supone el verdadero descubrimiento: tiene cola. Miras a tu alrededor para contrastar con otros cuerpos y todos tienen ese apéndice largo que continúa la columna.
Ves que Lila, aun en la penumbra de tu linterna, también observa el lugar con la misma curiosidad.
—¿Nececitas luz? —dices.
Ella sólo niega con un gesto. Mira ensimismada un grupo de tres esqueletos muy juntos, casi amontonados, en el centro de la sala.
Te acercas y encuentras sin dificultad esa cola distintiva en los tres cuerpos, aunque llama más la atención que los dos esqueletos de los márgenes sean los únicos de la sala con armadura. Y ni siquiera eso es lo más curioso, sino que las armaduras están en perfectas condiciones; con esa sábana de polvo, pero sin ni una lágrima de óxido.
Llevan una coraza de un color entre cobrizo y dorado, algo decoradas con enredaderas y motivos florales, aunque más bien austeras. Ambos tienen el mismo yelmo con una cresta que, tal vez, hubo sostenido un penacho; ahora, es sólo una elevación del mismo metal. En las hombreras es donde mejor se conserva esa pintura azul, desvaída por el tiempo, que decora aquí y allá algunas partes de todo el conjunto. De cintura para abajo cuelga una cota de mallas, como una falda cobriza, que sólo deja ver las colas de los soldados, pero, por más que buscas, no ves ningún arma.
Lila toca el metal de la celada, la parte móvil del yelmo que cubre la cara, con esas tallas de enredaderas:
—Este mineral le es familiar a nuestras raíces.
Entre los caballeros, un tercer esqueleto yace boca abajo, sobre su pecho. Le tocas la cola y se separa en pedazos. Ves cómo los huesos tintinean entre metales; algo avergonzado, los sigues hasta fijarte en sus pies. Comparas con los de los soldados y con los de otro esqueleto cercano: todos se parecen más a patas felinas que a pies humanos.
Te agachas para tratar de encontrar más diferencias óseas cuando ves algo entre las costillas:
—Un libro —dices.
Lila no parece entender a qué te refieres así que, con todo el cuidado del que eres capaz, que parece no ser mucho, giras al esqueleto para alcanzar el volumen que abraza. Lo abres. O su escritura se lee de arriba abajo o el códice está pensado para leerse en horizontal. Lo único claro es que no entiendes ni uno de los símbolos que hay dibujados.
—¿Qué es eso? —dice Lila, interesada por primera vez en algo que no sea aquel metal.
—Ez un libro, ez como… Para dejar menzajez por ezcrito. Claro, tampoco zabez qué ez ezcribir. Ez para guardar la voz en el tiempo o para hablar con alguien zin uzar la voz. ¿Lo puedez leer?
—Curioso artefacto… —Lo toma para mirarlo con fijación—. Puedo entender cualquier voz de cualquier ser, pero estas voces muertas me son ajenas.
Lila queda con el libro, paseando por las hojas con cuidado.
Has jugado los suficientes videojuegos como para reconocer un buen loot, un buen botín, cuando lo ves. Sería un desperdicio dejar esa armadura aquí. Además, estás medio desnudo…
Miras a Lila. Ahí sigue, ensimismada pasando páginas del libro.
Ahí está lo que queda de tu camisa, vendándole el cuello. A decir verdad, más allá de la magia y el espectáculo de luces, tienes auténtico interés profesional por lo que esté pasando debajo de ese vendaje del Zara. Después de perder tanta sangre, Lila no debería ni siquiera poder mantenerse en pie; sin embargo, ha recorrido todo el bosque y subido la colina a las ruinas como si nada. Supones que ser la encarnación del espíritu natural de un bosque ayuda con ese tipo de cosas.
Pero empiezas a lo tuyo.
Con algo de vergüenza disimulada, buscas cómo abrir la armadura para ponértela y encuentras en un costado dos correas con hebillas. Mientras las sueltas, el brazo se desprende y se escurre por la manga de malla, como un tobogán de huesos que termina por llamar la atención de Lila. No dice nada, sólo ve cómo tomas la coraza y la observas con fingida curiosidad, como si no se te hubiera ocurrido todavía robársela a un esqueleto.
Nunca has tenido una armadura humana en brazos, pero te sorprende que sea tan ligera, algo que te anima todavía más a querer quedártela. Al desprender la coraza, descubres que esa falda de malla que asomaba es, realmente, una cota de mallas completa, un vestido de miles de argollitas de cabeza a rodillas.
Quitársela a un esqueleto con delicadeza va a ser imposible, así que, perdida ya toda decencia, tomas al esqueleto por las hombreras y lo sacudes como si fuera una manta. Los huesos caen en avalancha por la apertura de la falda.
—¿Por qué… haces eso? —dice Lila, realmente intrigada.
—Parece que ezte mundo ez peligrozo, quizá lo mejor cea protegerce como podamoz.
Suenas más convincente de lo que esperabas, porque Lila se lleva una mano al cuello, palpa la herida y asiente para empezar a desvestir al otro soldado; zarandeo y avalancha de huesos incluidos.
Sueltas las hombreras, sacas el cráneo del casco con bastante repelús y, aguantando la respiración, como si fueras a saltar a una piscina, te vistes con la cota de mallas. Sonríes y sigues con la coraza y las hombreras. Miras hacia abajo: parece que estás mamadísimo del gimnasio o que fueras un jugador de fútbol americano. Te das un par de golpes en la coraza, mueves los brazos… Te imaginabas esto mucho más incómodo.
A tu lado, Lila tiene algunos problemas para vestirse con la suya. Acercas algo más la luz del móvil y la empiezas a ayudar con las hebillas. Atareado como estabas, no te habías fijado en que Lila se ha quedado muy quieta. Tiene los ojos cerrados, la palma sobre el pecho de la coraza. De las líneas de los párpados, dos hilos de humo violeta ascienden, brillantes en contraste con la linterna del móvil. Inspira muy hondo y, cuando espira, una bocanada de copos de luz llena la cámara.
Planean como semillas de dientes de león y quedan pegados aquí o allá en lo que se van topando; son tantos, que, pese a las paredes de roca negra, ya casi hacen inútil la linterna.
Te mira y asiente complacida, con una sonrisa, acariciando el metal de la coraza.
Cuando se da la vuelta para seguir con el libro; tú, en secreto, también inspiras muy concentrado, espiras y… Nada…
Con la nueva iluminación, la masacre que hubo ahí es más evidente; aunque, sin el acecho de las sombras, algo menos escalofriante.
Es una cámara rectangular y ahora puedes ver que, a lo largo de las paredes, en hilera, hay restos de lo que hubo de ser esterillas o lechos. Algo curioso: la mayoría de cuerpos está, precisamente, en sus lechos. Quizá lo más lógico habría sido que, al bajar los invasores, todos corrieran al fondo de la cámara para defenderse, sin embargo…
Te acercas a una de esas parejas de esqueletos, madre e hijo, y piensas mirando ese abrazo eterno. Se te cierra la garganta. Quizá fueron las propias madres las que, antes de entregar a sus hijos, ellas mismas los… Para después…
Te apartas de allí. Por lo demás la sala tiene algunas ánforas, quizá donde guardarían comida o agua, y algunas pertenencias, pocas, cerca de los lechos; pero suficiente robar a los muertos por hoy.
Vas al fondo de la sala, un poco más allá de donde estaban los dos soldados. Esta zona es la peor iluminada, casi ninguno de los copos brillantes se ha pegado aquí. Enciendes de nuevo la linterna y aparece ante ti un emblema que reconoces, porque lo tienes grabado en la coraza, a la altura del esternón, aunque hasta ahora lo habías tomado por mera parte del diseño de enredaderas.
Es un árbol, el mismo árbol de tronco chato y ramas retorcidas, y, cuando lo tocas, notas que tiene algo de juego en la pared, que la pieza se mueve como parte de un mecanismo.
Tratas de pulsarlo, girarlo, presionarlo con toda tu fuerza, sacarlo de la pared, pero nada. A tu espalda, Lila ha vuelto a la no-lectura del libro y, al ver que los copos de luz no son suficientes para no-leer todo lo que le gustaría, inspira de nuevo y espira más de esas semillas voladoras.
Satisfecha, vuelve a pasar páginas mientras los copos planeadores iluminan la cámara tanto como bajo el sol; sin embargo, al llegar a tu altura, sólo algunos se pegan a las paredes, el resto desaparece por las hendiduras de la roca, como navegando una corriente de aire.
Una salida.
Si eso es una puerta, quien sea que la atravesara parece que se llevó la llave encima.
Pero… si había una salida, ¿por qué no huyeron todos?
Una respuesta te araña por dentro: porque si los invasores no hubieran encontrado a nadie aquí, también habrían sabido que hay una salida. Miras con otros ojos a los esqueletos a tu alrededor. Cubrieron, con su muerte, con la muerte de sus hijos, la huida de alguien.
Mejor dejarlos descansar en paz.
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