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Antes de rendir el alma
🎙️Audio 5: Antes de rendir el alma
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🎙️Audio 5: Antes de rendir el alma

Primer acto: Movimientos XV, XVI y XVII

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Esta historia continúa el:

Antes de rendir el alma

Primer acto
Movimientos XV, XVI y XVII

XV

Si tuvieras que decir la verdad, y nada más que la verdad, te sientes tentado por ser el héroe de la película.

Primero, salvarle la vida a una moribunda; luego, ir corriendo sin camisa, agarrar el arma y apuñalar por la espalda al mutante asesino. Imagínate. Además, está bastante claro que ese tipo es el malo en todo esto, aunque no estés del todo seguro sobre lo que esté haciendo allí. Casi te gustaría quedarte un poco más, entre el follaje, y ver qué es aquello que merece cortarle el cuello a una muchacha en bata.

Pero no hay tiempo. No sólo te tienes que esconder tú, sino a tu vecina, así que deshaces el camino, algo más acostumbrado al terreno irregular del bosque. La mujer sigue dónde la dejaste, bajo el paraguas, tiritando por la pérdida de sangre. La bajada de oxígeno en sangre no la va a dejar levantarse en un rato, así que la tomas por las axilas y, como puedes, la arrastras detrás de los arbustos.

Jadea como si hubiera estado corriendo mientras no estabas. Respiración acelerada y superficial, el cuerpo intenta forzar la recuperación de oxígeno. Es curioso que, después de tanto tiempo, toda esa información sigua ahí, en una esquinita de tu cabeza.

Se te ocurre algo: vas recolectando las hojas caídas menos candentes y le rellenas la bata con ellas. Así no le va a disminuir la taquicardia, pero al menos la sensación de «ay, ay, me estoy muriendo» se le aliviará un poco, aunque que esté desnuda tampoco es que ayude demasiado.

Te detienes.

Un nuevo sonido rítmico en el camino, pero más macizo y sonoro a cada golpe. Al poco, ves aparecer por allá la montura con el jinete balanceándose sobre ella.

—¡Mierda! La muleta.

Se te ha olvidado la muleta, ahí tirada, en medio del camino, señalando estúpidamente el punto justo donde os habéis escondido. Aprietas los dientes, te haces un bloque de mármol. Si se para, ¿corro? ¿Dejo atrás a esta pobre mujer? ¿Me quedo a que me despedace? Las manos se te crispan en la empuñadura del paraguas, sufriendo la realidad inminente de tener que usarlo contra una espada de verdad como toda defensa.

Tuve que haberlo ensartarlo cuando pude. Tuve que haber…

Pero la montura emplumada pisa la muleta como otra raíz más del camino, la quiebra y sigue sin que ninguno de los dos le de mayor importancia. Respiras. Relajas la presión sobre el paraguas y te giras hacia tu vecina, como para compartir una celebración silenciosa, cuando ves que, las hojas que debían estar ya apagadas, mantienen todavía su luz, sólo un poco, lo justo para seguir dándole algún calor a ese cuerpo pálido de enferma. A su alrededor, el resto de hojas más apartadas está totalmente apagado, convertido en esa ceniza musgosa que pinta el lecho del bosque.

Te acercas a ella.

La respiración se le ha serenado, como si estuviera dormida, y te das cuenta de que no quieres acercarte a tomarle el pulso para comprobar si también ha frenado la taquicardia. De pronto, sientes algo extraño en ella, como si mirarla fuera asomarte a un acantilado.

El bosque ha perdido su voz con su devenir último… —dicen sus labios, pero aquella voz no es la misma que te habló en tu casa.

Suena como un eco mortuorio, el suspiro de un espectro que viniera de mucho más lejos, mucho más profundo que de sus pulmones. Cuando habla, las hojas que la revisten vibran en una onda de colores coordinados.

Ahora sé que no sois Hęrtigos, los Hęrtigos son incapaz de una cobardía como la que ambos habéis demostrado. Sois otra cosa, insignificante y quebradiza, pálida y blanda.

—A ver… —dices, pero te detienes. Te das cuenta de que el temblor de voz no haría sino corroborar lo que dice.

El embrión, el legado del bosque, el Heredero… Bajo la luz de Tenati y sus hermanas, el bosque ha sido abandonado, expoliado… Desde luego, tampoco habéis de ser Feyias. ¿Qué gran potencia os envía, entonces, a gastar tamaña burla al bosque?

Repentinamente, te cuesta más ver en la noche. Te frotas los ojos, pero pronto entiendes que se debe a la pérdida de luz en las copas de los árboles. Las hojas, aún en sus ramas, se están apagando muy lentamente.

El bosque se rinde… El bosque morirá en nuestra savia…

XVI

—¡No!

El cuerpo de tu vecina, que hasta ahora te había hablado con los ojos cerrados, los abre para mirarte. Son grises, glaucos como los de un ciego, aunque no dirías que sin vida; muy al contrario, tienen una profundidad tan extremada que te hace pensar en cuencas vacías.

—Yo recuperaré al Heredero —dices, y hay algo que se te estremece dentro, un miedo excitado.

¿Cuál es tu palabra en el mundo, ser desconocido? —la voz etérea, acompañada ahora de esa mirada abisal, te hiela lo excitado de ese miedo que te colea dentro.

—¿Perdón…?

Los Hęrtigos llaman «nombre» a la palabra que los siega del resto de seres del mundo. ¿Tendrás acaso una también?

—Oh… Cándido, me llamo Cándido.

Cándido, actúas como Hęrtigo interrumpida e imprevisiblemente. Cuántas desgracias habrías ahorrado a tu sino si sólo hubieras alargado una mano para poner al legado del bosque a salvo cuando tuviste oportunidad.

—Yo…

Pero el bosque acepta ese tu coraje a destiempo.

Un momento… ¿Por qué te sientes de pronto como si tuvieras que darle tú las gracias al bosque por aventurarte en un mundo desconocido para rescatar a su hijo o lo que sea?

Pese a tus objeciones internas, tu vecina, con la voz de la espesura, continúa hablando:

Las raíces del bosque, aunque comunidad viva y corrediza bajo tierra, se presenta inútil cuando de largos desplazamientos se trata. En ello radica su prodigio, y su gran debilidad. No obstante, la Providencia y sus azarosos designios nos han vinculado a este ser… El bosque te puede acompañar en él, si lo deseas.

XVII

—Claro. No me vendría mal una ayuda. Al fin y al…

No terminas la frase. Aquellas hojas que le colocaste como abrigo abandonan su brillo calmo y destellan tanto que necesitas interponer una mano. La luz violeta no cesa y es tan intensa que terminas por cerrar los ojos. A tu alrededor, los troncos crujen, como si todos los árboles se estuvieran desperezando a la vez, y un chillido intenso le da formas extrañas a las sombras de luz que todavía ves en la oscuridad de tus párpados.

Sientes el suelo moverse y abres los ojos con el sobresalto.

Todo está en su sitio y, aun así, lo sientes inconsistente, como si te estuviera sosteniendo con su último esfuerzo de solidez. Entonces, la luz va atenuándose y la curiosidad te empuja a mirar hacia ella, al centro de ese resplandor imposible, hasta que se convierte en la mujer que conoces, de pie, mirándose las manos, girándolas y moviendo los dedos con el reconocimiento insólito de un recién nacido. Levanta la vista a la tuya y descubres un fulgor violeta en sus ojos. No recuerdas de qué color eran antes, pero desde luego no brillaban así, con esa fosforescencia suave de piedra preciosa.

Las copas de los árboles se han apagado tanto que podrían pasar por hojas de alguna especie terrestre, rara, pero no mágica. Echas un vistazo a tu alrededor, al vacío. Aunque no te habías dado cuenta antes, ahora que no está, notas la falta. Ya no sientes esa mirada a la espalda que te envolvía sin percatarte, no sientes la vigilancia intensa de cada árbol ni aquella atención invisible a tus movimientos. El bosque se ha convertido en paisaje, ha dejado de ser fuerza de la naturaleza.

—Qué constricción esta de ser cuerpo… —dice tu vecina con la voz que recuerdas—. ¿Cómo os manejáis para no gritar desquiciados el dolor de que la carne asfixie así al espíritu?

Ella, o el Bosque, te mira inocente, esperando una solución que de verdad le alivie el malestar. No la tienes. Bajas la vista y la haces rebotar rápido a aquellos ojos perlados:

—Ahora que erez ella, quizá deberíaz

Haces un gesto cruzando las manos sobre el pecho, pero la mujer, ahí, con la bata completamente abierta, baja la vista a su desnudez y la sube sin entender para nada qué intentas decirle. Te acercas y le cierras la bata, aunque muy manchada de sangre, todavía celeste.

—Mi carne desnuda te incomoda, Cándido —dice mientras se deja anudar el cinturón, algo ausente, como una niña con sueño que se deja vestir—. ¿Habría de incomodarme la tuya?

Bajas la vista y te ves el torso al descubierto, los pezones igualmente erizados, las costillas estas de fuerte de espíritu…

—No, ez diferente —dices, sin demasiada convicción.

Ella ladea la cabeza, y algo dentro de ti todavía tiene tiempo de sorprenderse por que, instintivamente, haya utilizado gestualidad humana.

—¿Qué diferencia tenemos en la carne?

—Puez, culturalmente… Zocialmente, ez que… Mejor no entremoz ahí, ¿vale?

—Hablar también te incomoda… —Respira muy hondo y atropella una espiración mientras responde—. Curiosa criatura eres, Cándido. —Vuelve a respirar hinchando mucho el diafragma—. Esto ayuda.

—¿Rezpirar?

Asiente varias veces mientras. Continúa muy concentrada en llenarse y vaciarse de aire.

—Pues tienes nombre, Cándido, he de tener también yo uno, ¿cuál es?

Ahora eres tú el que inclina la cabeza con una sonrisa tonta:

—La verdad, no me acuerdo... Perdón.

—Estoy seguro de que en vuestra… zociedad —imita claramente tu dicción— eso se ha de considerar un agravio. Olvidar la palabra de alguien en el mundo ha de ser una ofensa poderosa para los… ¿tendrá palabra vuestra especie?

—Humano, zoy un humano.

—¡Ah! Eso era —Por fin, parece que respirar ha perdido su interés y te mira con los brazos en jarra—. Una vez conocí a un humano, aunque… —Te mira de arriba a abajo—. Es extremadamente difícil reconocer que seáis de la misma especie, tanto como ver al árbol en la semilla.

Tienes el suficiente amor propio como para dejarlo ahí y no preguntar cuál de los dos es árbol y cuál semilla. Aunque te haces una idea.

—Tal vez deberíamoz ponernoz en movimiento. El Heredero.

Asiente, va a dar un paso para ponerse a tu altura y parece que repara por primera vez en la pierna prostética. Avanza levantando mucho la rodilla, luego haciendo un medio círculo amplio, como un pirata de dibujo, hasta que llega a tu altura.

—Quizá te venga bien utilizar ezto, hazta que te acoztumbrez —Le das el paraguas.

Lo toma, se apoya en él y te empieza a seguir con un paso un tanto chaplinezco que, a medida que avanzáis por el camino, va suavizando un poco.

Aunque sin las hojas relucientes, el brillo de las cuatro lunas te permite ver, pero no encuentras lo que buscas. Ya habéis caminado bastante, sin embargo, todavía no…

—Deberías darme un nombre —dice de pronto—. Si todos los humanos tienen uno, debería tenerlo también.

Miras sobre el hombro y la encuentras un poco inclinada hacia delante, hacia ti: las cejas algo levantadas, la comisura de los labios empezando a curvarse y los ojos brillantes, más allá de lo mágico, con ilusión infantil. Sonríes.

—Claro, penzaré un nombre para ti.

Resbalas. Un pie te patina con algo y casi caes al suelo, pero sientes el calor de una mano que te agarra, tal vez demasiado fuerte, del brazo. Miras hacia atrás de nuevo y ves el brillo violeta de sus ojos:

—Quizá te venga bien utilizar esto, hasta que te acostumbres —Te ofrece el paraguas y, al momento, se ríe.

Se ríe muy alto, desacompasadamente, sin armonía, casi como si se estuviera ahogando, pero, de tan extraña, terminas riendo con ella. Lo piensas un momento. Un bosque mágico, encarnado en tu vecina en bata, se acaba de reír de ti porque has tropezado.

Entonces sí ríes de verdad.

Hasta que te das cuenta de que tienes el pie en un charco de vómito y te apartas. Ha de ser por aquí. Levantas la vista al cielo y vuelves a buscar. No hay nada que se parezca a esa distorsión que te… Ahí está: no en las copas de los árboles, sino a un lado del camino, entre los arbustos. Apenas un agujero del tamaño de una moneda que zumba en la noche.

—Por ahí vinimoz —Señalas.

—Lo sé. Nada dentro de los límites del bosque nos es ajeno. Tampoco esa madriguera.

Te quedas mirando ese zumbido y una micra de duda se te escurre, fría, por la espalda.

Podrías pasar de rescatar ese legado del bosque y simplemente saltar ahí. Volver a casa, a dormir la salida del turno de noche que te mereces. Claro que, lo más probable, en cinco años no te perdonarías haber desaprovechado la oportunidad de explorar un puto mundo nuevo.

Eso es suficiente para que vuelvas a dar otro paso, y otro.

Tu vecina-bosque, que anda con muchísima más soltura, se coloca esta vez a tu lado. Camináis, pero el sendero, aunque atravesado de raíces, único espacio practicable para andar con algo de soltura, no parece que vaya a terminar nunca. Al cabo de un rato, sin embargo, el sendero se estrecha hasta que te fuerza a apartar y esquivar ramas, luego arbustos, hasta que tienes que ir zigzagueando árboles.

—Ez impozible que el jinete haya pazado por aquí.

—Pasó —dice a tu espalda, muy cerca, aprovechando el paso que le vas abriendo antes de que se vuelva a cerrar—. Intentamos bloquearle el camino, pero fue más rápido que nosotros.

Te miras hacia abajo y hacia los brazos; tienes la piel muy magullada por las ramas y los arbustos.

—¿Y no puedez abrir un camino ahora para que ezto no cea un infierno?

—No. Encerrada en esta carne, la floresta sólo puede ser inerte. Carcasa vacía. Lo mismo que será para siempre si no recuperamos al Heredero: una piedra de madera y hojarasca. Por eso nos siguen.

—¿Quién noz zigue? —Te detienes y la miras.

—Ellos —Señala hacia atrás con descuido.

Miras a las copas de los árboles y, casi por casualidad, ves que entre la oscuridad algo se mueve, luego otro algo más allá. Después, un salto rápido y una piel verdosa se ilumina un segundo bajo la luna. Una forma conocida: son murciélagos como el que encontraste en tu piso.

—Les apena que el bosque se vaya del bosque.

—¿Qué zon?

—Sólo criaturas del bosque, tan parte nuestra como estos árboles.

Mejor obviar que tu vecina le aplastó el cráneo a uno con la muleta.

Sigues avanzando y, ahora que lo sabes, el crujido de ramas que os persigue es evidente, pero, por fin, parece que llega el límite del bosque. Los árboles se espacian un poco, lo justo como para que puedas dar zancadas más rápidas y alcanzar la última línea de árboles.

Ante ti, el cielo se desviste de noche.

Un dorado candente empieza a iluminar, muy a lo lejos, el horizonte y borra junto al azul oscuro las estrellas con su avance. Al frente, un prado que se convierte en ladera suave para conducir hacia una aldea, pequeña, junto a un río. Las construcciones son rústicas, un tanto medievales, paja sobre piedras y madera, nada demasiado alienígena. Hacia tu izquierda el bosque continúa, pero, algo apartado de su límite, aunque aún distante de la aldea, hay una casa solitaria, más bien una cabaña, que perfectamente podría estar abandonada. Hacia tu derecha, la ladera se inclina casi hasta ganarse el nombre de monte. Sobre él, ves las ruinas de un muro y, quizá, lo que hubo de ser una fortaleza pequeña; todo aquello de una piedra más negra que las de la aldea, aunque muy poco queda en pie. Al fondo, una sierra de montañas.

Tienes que entrecerrar los ojos.

Un sol rojo aparece al fin sobre la línea del horizonte y sientes su calor contra la piel. Nubes largas y deshilachadas se traslucen en el cielo, entre el dorado y el frío azul de la noche. El valle se despierta en colores y, de pronto, te sientes efervescentemente libre, tanto, que llega a asustarte:

—Y ¿ahora? —dices.

—Ahora, el mundo.

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