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Antes de rendir el alma
🎙️Audio 4: Antes de rendir el alma
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🎙️Audio 4: Antes de rendir el alma

Primer acto: Movimientos XII, XIII, XIV
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Esta historia continúa el:

Antes de rendir el alma

Primer acto
Movimientos XII, XIII, XIV

XII

—Eh…

Acaba de pasar. No estás soñando, no estás drogado, no te has intoxicado con nada del laboratorio.

No.

Tu vecina coja acaba de desaparecer delante de ti, ahí, en medio de tu pobre salón hecho un desastre. Ha levantado esa muleta hacia el espejismo y ya no está.

Estás en shock, lo justo como para no poder moverte, pero no lo suficiente como para no saber que estás en shock.

Es imposible.

Repasas tus pasos como si trataras de encontrar algo que hubieras perdido. La cordura, eso has perdido. Cállate, piensa: volviste del turno de noche, estaba el bicho ese, corriste a buscar ayuda, te saltó a la espalda, tu vecina salió y lo destrozó de un muletazo. Luego seguisteis a la luciérnaga, desapareció de pronto, tu vecina se acercó a ese nubarrón y…

¿Esto es puto real?

Todavía tienes tiempo de revolcarte un poco más en la tormenta de tu cabeza hasta que escuchas tres golpes secos a tu espalda. Das un brinco. Ni siquiera recordabas haber cerrado la puerta de casa al entrar.

Tragas saliva y respiras, llevabas tiempo sin hacer ninguna de las dos.

Miras a tu espalda, los golpes vuelven, urgentes. Miras a la distorsión, que tiembla ahora con tanta fuerza que es imposible de confundir con un efecto óptico.

Miras a la puerta, miras a la distorsión…

XIII

El método científico y la madre que lo parió.

Uno no puede pasarse la vida negando los cubos gigantes en la Antártida, los chemtrails, lo plano de la Tierra y los platillos volantes para que, cuando de verdad tiene delante algo del todo inexplicable, se largue sin investigar la anomalía.

Aunque lo que más te gustaría sería salir, cerrar con llave, e irte a la casa del pueblo a mirar estrellas con el telescopio de tu padre.

La distancia.

La curiosidad desde la distancia.

Sin querer, ahí, con un gigante que no deja de aporrear tu puerta, frente a un agujero negro imposible, te das cuenta de que siempre has hecho lo mismo: observar pasiva e inalcanzablemente. En cuanto algo se ha hecho demasiado próximo, demasiado posible para colisionar contra tus sentidos, has echado a correr.

¿No dejaste por eso el hospital?

¿No dejaste por eso la academia?

¿No corriste por eso a un despacho tan insignificante como para que no pudiera importarle a absolutamente nadie en la comunidad científica lo que hicieras allí?

Un golpe suena absoluto contra la puerta y te saca de esa tortura. Qué cruel sabe ser tu mente, incluso ahora. Otro golpe que hace vibrar las paredes. Parece que estuvieran estampado un coche contra la puerta.

Aunque con la respiración agitada, te acercas a la distorsión como se acerca uno para acariciar un gato callejero.

La bruma ha empezado a vibrar y, cuanto más cerca estás, más evidente es ese zumbido de alta tensión. Otro alunizaje a tu puerta te hace saltar, pero el gato callejero no huye, así que alargas la zancada. Es como si la realidad tuviera un agujero o como si se hubiera descosido. Tan cerca, puedes ver que está creciendo, milímetro a milímetro, como el avance del fuego por un papel, siempre con esa estridencia de colonia de abejas eléctricas.

Otro estampido en la puerta y escuchas gritos fuera, voces apresuradas que te recuerdan a la academia.

Con una mano sorprendentemente firme, agarras del paragüero lo primero que pillas y acercas la punta de un paraguas a ese borde de la ruptura para comprobar si, con presión, puedes tensionar los márgenes.

El último golpe a la puerta suena tan raro que te hace mirar hacia atrás.

Suena como si alguien hubiera dado una palmada contra la superficie del agua, pero muy lejana, como desde un pozo. Tu puerta golpea las bisagras y entra un hombre con un fusil. No es un policía, no es nada, viste con camiseta y vaqueros; encima, el fusil y el chaleco, profundamente negros. Tras él, casi pisándole los talones, entra una mujer vestida al estilo del otro, pero ella te apunta y hasta dice algo que no entiendes. Ves que aprieta los codos contra los costados, si inclina algo hacia delante. Va a disparar.

Cierras los ojos.

En la oscuridad piensas que la muerte no duele nada, que lo que más te asustaba de morir era el dolor y no hay nada de eso. Pero abres los ojos y ves esos colores brillantes.

Y deseas no estar muerto, que la muerte no sea así.

Una vez, todavía en la universidad, una compañera sintetizó dietilamida de ácido lisérgico y, un diecinueve de abril, por no sé qué historia de un científico en bicicleta, Rocío, Tati, Andrés y tú lo probaron, y no hay nada mejor que las siguientes diez horas a ese momento para describir lo que estás sintiendo ahora, en ese extraño vacío donde tu percepción está coja, descalibrada.

Alargas un brazo y el brazo se te va, se pierde entre los colores que te rodean como si alguien hubiera tirado de la cisterna. Sigues al brazo, sumiso, y todo tu cuerpo pasa a formar parte de una nube estelar, que se ilumina y cambia de color cada vez que pestañeas.

Si la muerte es esto otra vez…

Así que decides hacer lo mismo que durante aquellas diez horas: no resistirte, dejarte arrastrar a donde sea que quiera llevarte esto que te mezcla y te contrasta tanto con la realidad. Y viajas por nebulosas, vacíos profundos donde te conviertes en la misma ausencia, paisajes de naturalezas imposibles, islas flotantes, ríos de mercurio… y en cada entorno eres tú el entorno, eres la observación mirada, una escalera entre planos superpuestos que el universo pisa para subir a uno, bajar a otro, subir, bajar…

Hasta que la consistencia del mundo vuelve bajo tus pies, porque tu cuerpo recuerda de pronto cómo ser cuerpo, y el paisaje se estabiliza en un bosque oscuro, aunque extrañamente iluminado, como el interior de algunas discotecas. Los árboles tienes hojas reflectantes, violetas, azules… No puedes impedir que la vista suba más y se te pierda en el cielo nocturno.

Si la muerte es tener telescopios en los ojos…

No reconoces el cielo, tampoco sabes tanto de astronomía, pero hay algo demasiado evidente: este lugar, este mundo, tiene seis lunas; cuatro brillantes, que parecen ganar su luz gracias a un juego de espejos entre ellas, y dos oscuras, algo más alejadas.

Te tienes que llevar una mano a la nariz. Apesta. Buscas a tu alrededor y ves un charco enorme de vómito que ni siquiera la tierra y las raíces han sido capaces de absorber…

«¡La coja!», piensas.

Y te resuelves a seguir ese camino, tan movido por querer encontrarla como por necesitar huir del hedor.

El terreno es extremadamente irregular, lleno de raíces y de un moho negro, aparentemente seco, pero que al pisarlo se hace resbaladizo como el aceite. No se te ocurre cómo alguien sin una pierna podría avanzar por aquí. Lo que es tú, te alegras de haber traído contigo este paraguas largo.

Así, a ritmo de paseo por el monte, llegas a escuchar algo a lo lejos, tras unos árboles que no tenías pensado atravesar, pero aquello parece una voz, así que cambias de rumbo, esquivas ramas y cruzas al otro lado sólo para encontrarte con… ¿Un hombre montado a velocirráptor?

Saltas de nuevo tras los arbustos.

Aunque te da la espalda, resulta evidente que el jinete no es humano. Tiene la cabeza de un verde azula… Te da un escalofrío, la piel es muy parecida a la de aquel murciélago que se te clavó a los hombros. Muy muy parecida, tornadiza, como si hubiera una linterna dentro acercándose y alejándose de diferentes zonas de la piel, o como un correr de mareas.

Una hoja te cae sobre la mano y está tan caliente que tienes que agitarla. Gente verdosa, hojas que queman; sí, tiene sentido.

Entonces, cuando el jinete talonea al velocirráptor emplumado, se pone de costado y puedes ver a tu vecina, en bata, con la cara desencajada de horror. Reprimes una exclamación y te quedas así, con la mano libre contra la boca.

El jinete la apunta con una espada.

¿Qué coño está pasando? ¿Dónde nos hemos metido?

Piensas en salir, pero ¿qué ibas a hacer, pegarle un paraguazo? Igualmente, tu cuerpo se comanda solo para forzarte a erguirte, para saltar de nuevos los arbustos, para que sea lo que Dios quiera…

Pero el jinete agita la espada y le corta el cuello a tu vecina.

Esta vez no necesitas una mano para reprimir un grito, porque no hay grito, porque las piedras no gritan. Estás en medio del camino, seco, viendo como tu vecina cae de rodillas con una catarata de sangre bañándole el pecho y la bata. El jinete simplemente avanza y la montura placa el cuerpo de la mujer al pasar, tirándola de lado.

Una vez juraste algo.

Un juramento que hicieron antes de ti a dioses griegos, que tu hiciste a una diosa moderna, sin rostro, que llaman ética. Pero demasiado pronto te diste cuenta de que no se te dan bien las urgencias, que no se te da bien la responsabilidad de una vida, que no tienes hombros para cargar con algo así.

O eso te dijiste cuando dejaste el hospital.

Hace demasiado que estás en un laboratorio de ensayos clínicos. Demasiado conociendo la sangre desde tubos etiquetados, mansa, sin que pueda salpicarte. Sin embargo, el cuerpo te da un paso hacia delante, y otro. Y decides que sí, que eres médico, que estás cansado de añadir, cada vez que alguien te pregunta: «pero ahora trabajo en ensayos clínicos».

Eres médico y sabes cómo salvar una vida.

O sabías, hace un par de años.

Corres para estabilizar la postura de tu vecina y le tratas de inmovilizar el cuello como puedes. Gorjea algo y la sangre te mancha la camisa.

—No hablez —susurras.

Las vías respiratorias no están afectadas, eso es bueno. La paciente no para de desangrarse, eso es malo. Te quitas la camisa y haces una presión suave sobre la herida. Tu vecina te mira con las pupilas como aquellas lunas negras del cielo. Esa mirada no te ayuda, así que apartas la tuya al camino.

El jinete ya no está, ha seguido hacia el interior del bosque. Eso es bueno. Levantas la camiseta un poco para ver cómo avanza, pero la herida es demasiado profunda, no vas a poder cortar la hemorragia así…

Eso es malo.

Desafortunadamente para ti, el día en el que se estudió cómo detener una hemorragia en medio de un bosque mágico con un paraguas como todo equipo médico, no fuiste a clase.

Te secas el sudor con el brazo y vuelves a hacer presión sobre la herida mientras piensas qué posibilidades tienes. De pronto, tu vecina convulsiona y temes lo peor, pero es sólo que una de esas hojas candentes le ha caído en la pierna. Se la retiras de un golpe.

Vuelves a mirar tu camisa, cada vez más teñida en rojo.

Mierda, ¿cómo cojones…? Espera. Quizá…Geeknifer

XIV

No quieres hacer una hemostasia térmica.

No quieres porque es, de las técnicas que se te ocurren, la única con la que podrías ser tú el que termine por cargarse a la paciente. Pero sabes que es la que más posibilidades de éxito tiene para un corte tan sangrante en el cuello.

Con lo fácil que es hacer un packing

Además, la hoja está demasiado candente, podría ser incluso peor para la herida, y es una hoja que brilla en un mundo alienígena, imagínate la cantidad de bacterias desconocidas que puede tener eso. Y nunca has intentado una hemostasia térmica. Además, las bacterias; además, cómo manipularla. Y quizá no sepas hacerlo…

Casi te rindes al miedo, hasta empiezas a mirar por dónde cortar la camisa para poder rellenar mejor la herida, pero de pronto te salta una idea por encima del césped de la mente: la hemostasis es la mejor opción. Y otro de esos saltamentes crueles le sigue: si muere después de hacerle un packing por cagón, de esta no me recupero.

Y el campo de la razón se te llena de bichitos saltarines, crueles, que te recuerdan que no habrá lugar seguro donde esconderse después de una decisión tan cobarde. Unos grillos violinistas empiezan a tocar en Fa sostenido: hemostasis, hemostasis, hemostasis…

Miras a las copas de los árboles y piensas que, si no cae ninguna hoja, tampoco puedes tú hacer... Pero un destello violeta empieza a hacer círculos e, insultantemente, aterriza a tu lado, muy cerca, tanto que ni tienes que levantarte para ir a buscarla.

Tocas la hoja y tienes que apartar la mano al momento.

La tomas del pecíolo, y esa palabra, que nombra el rabito que la une al tallo, nunca antes utilizada en tu vida, te viene a la mente como un cachetón que te espabila la memoria.

Con el tortazo, empiezan a llegar más saltamentes, pero de buenos.

Se tiene que enfriar, debe ser incómodamente caliente, pero no incandescente. La posas sobre una piedra y vigilas que vaya apagándose mientras buscas y expones los vasos sangrantes: si destruyes tejido sano, escabechina.

Prepara al paciente para lo que viene. Te das cuenta de que no recuerdas su nombre, o quizá nunca lo supiste, eso habría ayudado un poco. Vuelves a presionar la herida.

—No te voy a mentir —Sus ojos se despegan por fin del cielo para mirarte, igual de aterrorizada—. Ezto te va a doler mucho, pero zólo ací tenemos una pocibilidad, ¿vale? Tienez que aguantar.

Intenta hablar, pero sólo le nace un gruñido débil. Es el shock, normal. Tocas la hoja y, aunque quisieras quitar la mano, puedes aguantarla un poco más. Está lista. Enrollas una manga de tu camisa y se la ofreces:

—Muerde, mejor ací.

Ahora, ligero y con cabeza. Descubres la herida y aplicas la hoja directamente al sangrado. La paciente ruge sin parar contra la camisa. Aplicas, revisas; aplicas, revisas. Si el tejido se empieza a carbonizar, retira de inmediato.

Uno de los vasos sangrantes está cauterizado, ya no sangra en absoluto, y a ti te entra un no sé qué dentro como para empezar a llorar. Cuando vas al siguiente, la paciente ya no grita. Tiene pulso, sólo se ha desmayado. La aseguras para que no se vaya a ahogar y sigues. Aplicas, revisas; aplicas, revisas. La verdad, es más fácil sin alguien gritando.

El sangrado no se ha detenido del todo por ese lado, pero prefieres dejarlo así antes de repetir el proceso con otra hoja y terminar por pasarte de quemada. Buscas la parte de la camisa que te parece más limpia y la haces tiras para vendarle el cuello, y que al menos tenga una posibilidad contra las infecciones.

Se te ocurre abrir el paraguas y ponérselo al lado, por si pudiera servirle de algo contra otras hojas caídas. Te levantas, las manos a las caderas, y te quedas mirando a la paciente descansar.

Eres, probablemente, hablando desde la objetividad de los acontecimientos, la persona más importante y fuerte del Universo.

Sin camisa, te ves las costillas bajo los rizos de un matojillo encarnado en el pecho. Bueno, fuerte de espíritu.

En algún momento de la contemplación sonreída de tu milagro, escuchas ruidos hacia el otro lado del camino, por donde se fue el jinete. Son golpes secos, rítmicos; algo digno de investigar para la persona más fuerte del Universo, así que hacia allá vas.

Claro que, dejando atrás la prueba del milagro, los hombros se te empiezan a cerrar, el pecho se te va encogiendo y hasta te das cuenta de que, de noche, en un bosque, hace frío.

Para cuando llegas a la entrada del claro, ya casi vuelves a ser el de siempre, con sus cosas buenas y malas; alguna extraordinaria, como haber salvado una vida cada mañana, con un mensaje, desde mucho antes de salvar la de tu vecina.

Al otro lado de un montón de ramas destrozadas, ves un claro, casi una capilla natural donde las copas de los árboles apenas dejan entrar las luces de las lunas. Aun así, consigues distinguir a aquella montura, reptil emplumado o lo que sea, a un lado, sentada sobre sus rodillas como podría hacer una gallina, y con la misma abstracción estúpida.

En medio del claro, de espaldas, el jinete ha clavado la espada en tierra algo más atrás y, ahora con un hacha pequeña, se afana en golpear las raíces que se acumulan sobre una especie de altar de piedra.

Miras la espada, abandonada… Miras la espalda del jinete.

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