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Antes de rendir el alma
🎙️Audio 3: Antes de rendir el alma
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🎙️Audio 3: Antes de rendir el alma

Primer acto: Movimientos VIII, IX, X, XI y XII
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Antes de rendir el alma

Primer acto
Movimientos VIII, IX, X, XI y XII

VIII

El sobresalto inicial ha pasado, pero, si estás cayendo, no terminas de llegar al suelo. Dudas en abrir los ojos. Vas dejando de apretarlos con tanta fuerza hasta que, al fin, te atreves a ver.

Todavía algo oculta tras las pestañas, te encuentras una ladera nevada con la roca tan negra como el cielo. A los pies, abrazado por dos montañas, un castillo cubierto de nieve o como si hubiera sido construido enteramente con hielo. Aunque el viento aúlla con fuerza, no tienes frío, y, en cuanto quieres fijarte mejor, las torres del castillo se retuercen en un remolino vivo de rojos, naranjas y negros para convertirse en las llamaradas de una fragua. Ante ella, una silueta casi humana de espaldas que, cuando se gira, es puerta de la que se desbordan flores carmesíes, violetas, azules ahora, enredaderas todas que llenan el mundo de sinsentido. Con un coraje temerario, te obligas a no cerrar los ojos y ves cómo la danza de flores levanta y deshace figuras, formas y paisajes entremezclados sin terminar nunca de ser completamente algo. Al fin, la marea desaparece en un abanico de sombras, mariposas muertas que llueven sobre ti para deformar todo a tu alrededor.

Entonces, sientes el suelo. Descubres tus piernas dobladas en la tierra, como si hubieras tropezado con alguna de las raíces que cruzan el camino. Lo sientes escalar con fuerza desde dentro y, en un instinto, te inclinas y vomitas.

Te limpias con la manga de la bata sólo para vomitar otra vez.

Y otra. Hasta que parece que terminas por vaciarte y miras a tu alrededor.

Estás en una selva oscura, o bosque muy tupido. Las ramas de los árboles se retuercen sobre ti hasta apenas dejar espacio al cielo, pero lo ves, con dificultad: un manto negro agujereado de estrellas, allá, sobre las copas violáceas, muy brillantes, de los árboles más altos.

Te alarma un destello, como si una de esas estrellas se hubiera despeñado hasta tus pies, y reconoces a aquel bichito errático, todavía cargando su esfera de luz, que vuela a unos metros de ti.

Sin embargo, el bosque es tan áspero que la luciérnaga está a punto de desaparecer de tu vista.

IX

Te repones, o haces por olvidarte, del malestar que te tiene revuelta para ponerte de pie en un salto, y avanzas con cuidado resuelto por este tejido de raíces que es el suelo.

Aunque las pantuflas de peluche rosa que llevas no son, desde luego, el mejor calzado para explorar este ni ningún lugar, te manejas por las irregularidades del terreno hasta con cierta gracia. La gente, cuando te conoce, piensa que tengas una pata de palo, que todo lo que no sea andar por un terreno totalmente plano, terminaría contigo en el suelo. Sin embargo, ahí estás, avanzando con soltura, con la muleta en ristre, como la lanza de una amazona.

Quizá sea una locura, quizá todavía no quieras pensar en ello, pero algo, como una efervescencia interna, tira de ti, convirtiendo el miedo de «dónde estoy» en la llamada del «a dónde puedo llegar».

Así, recortas rápido distancia entre ti y la luciérnaga, tanto, que ya la tienes delante, mareando las alas en este aire espeso, cargado de una humedad que se bebe más que respiras.

Como te habías fijado antes, vuelves a descubrir lo poco que eso se parece a una luciérnaga. Es más una mezcla de avispa con patas de araña y alas grandes de polilla. Aunque todo agigantado, más grande que tu puño. Por lo menos, parece que no tenga aguijón, pues el trasero, inofensivo, trata también de sostener junto con las cuatro patas posteriores esa gran perla brillante, entre amarilla y verde, que ilumina en la noche aún más que en el rellano.

Entonces te das cuenta de algo. El bicho, más que pelear contra el peso de la perla, parece que esté peleando contra algo que tirase de ella, como si estuviera corriendo sobre hielo y no dejara de resbalarse hacia atrás, pese a lo desesperado del esfuerzo.

Al notarte tan cerca, redobla la fuerza del aleteo para apartarse, y consigue alejarse algo, hacia arriba, hacia una de las ramas que tienes sobre ti, del todo fuera de tu alcance.

Así, te fijas en aquellas hojas de árboles. Son violetas, algo iluminadas, como un bombillo falto de batería, a punto siempre de apagarse, pero en conjunto crean un resplandor cálido, un fulgor amable, que le da a las copas de los árboles un aspecto de algodón de azúcar mágico y te permite ver en la oscuridad de la noche.

Entonces, una de esas hojas se desprende justo de la rama que miras.

Describe círculos torpes, lentos, y, por un azar, está a punto de caer sobre la luciérnaga, chocarse con su vuelto desesperado, pero, en el último momento, la luciérnaga suelta la perla y sale disparada, a una velocidad imposible, para esquivar la hoja.

Instintivamente, atrapas la perla al caer.

Y quedas mirando la caída de la hoja, muy pausada, hasta que llega al suelo y sisea; sisea como si fuera un pequeño carbón. Está quemando el musgo y los hierbajos. Miras a tu alrededor y ahora entiendes esa tierra negra que domina todo el suelo, apelmazada, como pequeñas ascuas apagadas por la grandísima humedad del ambiente.

Pero la luciérnaga, ya sin luz, no vuelve, y descubres que tu teoría era cierta: notas que la perla, en la mano, trata de traccionar de ti hacia algún lugar, el lugar opuesto al que trataba de ir la luciérnaga. Pero tú pesas más que un paquete de tabaco, su fuerza no es suficiente para moverte, como parecía hacer con ese bicho alado.

Y, sin embargo, por curiosidad más que por obligación, te dejas guiar por ella.

Caminas alternando la vista entre las raíces, piedras, huecos del suelo, y la perla en tu mano. Te recuerda a esas bolas de cristal de las películas, esas que usan las brujas. No por el tamaño, que es mucho más pequeña que aquellas; si cerraras completamente la mano, la ocultarías casi por completo. Lo que tiene de bola de cristal es ese «ver más allá». No parece que el interior de la perla brillante fuera sólido, sino tornadizo o nebuloso, como, si una se fijase lo suficiente, acabara por ver aparecer algo en su interior.

Que el bosque se abra de pronto en un claro, te hace apartar la vista de la perla.

Te detienes en seco y sientes con más tensión el intento de la esfera por avanzar hasta el centro del claro.

Allí, como un confluir de raíces, todas se juntan para escalar una pequeña construcción de piedra, tallada, para nada natural. Las raíces y el musgo negro la tienen cubierta casi en su totalidad, pero todavía puedes ver una mano inteligente que hubo de poner esa pequeña fuente o altar ahí, justo en medio de ese claro.

De ella, una raíz se eleva un poco en forma de interrogante, y el final de ese interrogante apunta al centro de la mesita de piedra.

Te acercas.

La construcción es como un altar o mesa redonda que te llega algo más arriba de la cintura y, en el medio, como un nido de raíces, queda un pequeño hueco cóncavo. La perla tira de ti hacia allí con algo más de fuerza, aunque aún insuficiente para siquiera abrirte la mano.

Con el mirar a tu alrededor te sobresaltas.

En torno a esa losa cilíndrica, a diferente distancia y algo ocultos por lo espeso e irregular del terreno, ves el cuerpo sin vida de hasta tres de aquellos murciélagos extraños, como el que abatiste en el rellano de tu casa.

Devuelves la mirada al altar de piedra, lo piensas un momento, poco, y dejas la perla en el medio.

X

—¡Au!

Al retirar la mano de ese nido de raíces, una espina mínima, que ni siquiera ahora que el dedo te sangra puedes ver, se te ha clavado en el meñique. Al girar la muñeca para ver el daño, la gota roja se te escurre por la piel hasta caer sobre la perla que, cuando la recibe, cambia su destello a un roso bronce.

Pronto vuelve a dominar en ella ese dorado musgoso, pero queda ahí dentro, como una estrella polar, ese punto rojizo que orbita su núcleo.

Esa otra raíz en interrogante se malea con soltura de tentáculo para enrollarse estrecha a la perla, tanto que, si quisieras recuperarla, necesitarías un hacha.

Algo callado sucede a tu alrededor.

Una marea de color sacude las copas de los árboles, el violeta se vuelve dorado, luego verde, luego bronce, para retornar al violeta original, aunque más vivo, celebrante; hasta la noche parece menos noche ahora.

Te obliga a devolver la vista al suelo este notar un movimiento coordinado. Como si estuvieras en un nido de víboras, las raíces que dominan todo el claro se mueven a tu alrededor. Ves cómo se enrollan a los cuerpos de esos murciélagos abatidos y los engullen.

Luego, quietud.

Pero te sientes tan observada…

Es imposible que no haya nadie allí, y es tan fácil imaginar en cada tronco, en los límites de ese claro apretado, figuras que se retuercen para mirarte por sobre el hombro o que se inclinan de puntillas para acecharte desde las copas, con curiosidad, o que enroscan las ramas a otro, como para hacerse hueco y ver por sí mismos lo que les han contado.

Una brisa navega por el laberinto de raíces y hasta te obliga a sujetarte la bata para que no se abra. Así, con una mano que pinza el escote, con otra crispada a la muleta, única y pobre defensa que tienes, escuchas sin oír voces sin palabras.

Un susurro traído por aquella corriente suave te escala por las piernas y te habla con el eco de una piedra que rebota contra un lago. Sabes que tus oídos siguen escuchando el silencio nocturno; sin embargo, dentro de ti hay voces que se solapan, como si lo dicho, lo que dicen y lo que dirán sonase en un mismo momento.

No hay palabras que puedas traducir. Es su gramática un encuentro, un reconocimiento mutuo, íntimo e inefable. Así es cómo entiendes que, aquellas voces que han dicho, dicen y dirán, te susurran, hermanado su aliento con un palpitar sutil en el fulgor de los árboles:

«Si existiera el mérito del azar, el viento tintinearía medallas con su paso; la lluvia llamaría padre querido al mar, madre amada a una luna; el astro sol sería potencia alabada a la que sacrificar la sangre joven con sometida vergüenza».

«Tú no sabes».

«Tu bien obrado es casual».

«¿Es acaso bondad devolver un tesoro robado que no se sabe tesoro?»

«¿Merece ser premiado aquel que pateando, sin intención, una piedra del camino crea la carambola perfecta que detiene el fin del mundo?»

«¿Quien es capaz de un bien accidental tan sublime no podrá ser también artífice del mal más blasfemo?»

«¿Tengo ante mí la bondad o el calvario?»

«Da tu voz al bosque, el bosque escucha».

XI

—Yo... no... Yo creo que mala persona no soy... —Miras a tu alrededor, pero allí no hay nadie—. No entiendo nada, ¿quién me está hablando?

Vuelve entonces el eco de voces espectrales, solapándose de nuevo, dislocadas en el tiempo:

«‘Quién’ es palabra atrevida, ceñidora de identidades»

«Ya…»

«Así es: por la forma, tamaño y verbo has de ser un Hęrtigo»

«Un Hęrtigo no sabe, cree; un Hęrtigo, al no entender, busca atar el mundo con palabras; pero, más allá de todo: un Hęrtigo es libre por favor divino, no es naturalmente vil o noble, sino que se crea a sí mismo en el ejercicio de la posibilidad del hacer… Sí, has de ser tú un Hęrtigo»

«Sea, pues el Hęrtigo encarna por igual el fuego y el hacha como la gracia del rocío lunar, el bosque observará tu devenir y juzgará tu primera acción por la última. Entonces, sabremos»

«Ve ahora, Hęrtigo. Escuchamos un avance. Pronto podrás satisfacer tu libertad y elegir con conocimiento la gracia del bien o el hacha del mal».

Una resolución te palpita dentro y hasta te sorprendes al escucharte decir:

—El mal me ha hecho perder muchas cosas en la vida, entre ellas un miembro del cuerpo. No busco poder, sólo respuestas.

Tan sutiles fueron al desenroscarse que casi no notas las pequeñas raíces deshaciendo su presa a tus pies, igual que no notaste antes que se te hubieran atado.

—¿Bosque?

Sin embargo, el viento ha vuelto a ser viento y ya no trae ninguna voz consigo que puedas escuchar dentro de ti.

El claro está ahora fuertemente sellado, como si en verdad fuera una fortaleza de ramas entretejidas. Incluso las copas de los árboles se han cerrado más, dándole un aspecto de cúpula a lo alto.

Pues no hay respuesta, sólo te queda darte la vuelta y salir de allí por donde viniste.

En cuanto cruzas los límites del claro, las ramas cercanas se van juntando, muy despacio, y terminan por abrazarse. Pronto, el camino se convierte en pared de brazos de madera, tallos y hojas. Si no hubieras pasado por ahí hace un momento, no se te ocurriría pensar que pudiera haber un claro al otro lado.

Aunque menos tupido, te sería muy difícil seguir campo a través, hacia tu izquierda o derecha; el único avance más o menos practicable es seguir recto. Se te ocurre que, si el bosque es capaz de cerrar una pared a tu espalda, tal vez tenga la buena fe de guiarte del mismo modo. Con esa esperanza, caminas.

Esto empieza a tener su encanto.

Estás hasta algo contenta. A paso lento, vas mirando a tu alrededor y, de algún modo, el bosque te parece… familiar. Si antes tuviste algún momento de miedo hacia lo que pudiera estar acechándote desde la maleza, ahora estás tranquila, con una inexplicable sensación de seguridad.

Te detienes.

Te ha dado sed y de pronto sabes que, si te desvías dos minutos hacia la derecha, encontrarás un pequeñísimo arrollo. No es una creencia: estás del todo segura de que está allí. Si cierras los ojos, incluso puedes verlo, como podrías ver el salón de tu casa: unas cuantas rocas en equilibrio azaroso, con ese musgo negro, y apenas un hilillo de agua que corre entre ellas para seguir, colina abajo, por losas resbaladizas y madera húmeda. Si te concentras, hasta te llega el olor de esa madera esponjosa, hasta puedes sentirla quebradiza en las manos.

Abres los ojos.

No tienes tiempo de extrañarte más con la visión: algo se acerca al trote. Lo escuchas mucho antes de verlo, pesado, seco, quebrando raíces a cada pisotón. Es una especie de reptil bípedo, emplumado, casi completamente gris excepto el penacho de la cabeza, donde las plumas toman un color más vivo que no llega a ser rojo. Aun desde la distancia, ves que lleva aparejos de montura y la cabeza del jinete bambolea de un lado a otro por el paso irregular del reptil.

Estás a punto de apartarte de un salto, pero frena.

Visto de cerca, podría ser algo que tendría un lugar en tu libro de dinosaurios del colegio, aunque este no tiene esos bracitos inútiles. De un tirón a las riendas, el jinete lo hace darte un costado y, al morder la brida, ves que no tiene dientes; por la forma de la encía, parece que se los han arrancado.

Lo que menos te extraña del jinete son sus ropas antiguas y la antorcha que sostiene en alto: tiene los rasgos afilados y la piel de un azul verdoso, tornadizo, que te recuerda a la que viste en el murciélago de tu rellano. Las orejas apuntadas hasta llegar, verticales, por encima de la cabeza, destacan especialmente en aquel cráneo afeitado. Los ojos, oscuros donde tú tienes blanco, dorado donde tú tienes marrón, te miran belicosos, profundamente enojados:

—Basęris Nambus do iendelaro huament-gia?

Reprimes un «¿qué?» y sólo se te dibuja en la cara.

Un viento azota el camino. La bata se te agita, también su casaca antigua, y la llama de la antorcha baila un segundo. Aunque sigues sin entender las palabras que pronuncia, sabes que ha querido decirte algo como: «¿A pie en el corazón mismo de la arboleda del Monte Aciago?».

—Louo gilęna fa… Feyia Tenati!
Y esa piel trasparente… ¡Ninfa de la Cuarta Luna!

Echa mano a la silla de montar, bajo su muslo, y desenvaina una espada finísima, no más de dos dedos de grosor, y te apunta con ella:

—Diveris-gia? Tukel.
Habla, ¿dónde lo escondes?

Por lo extraño del ser, lo insólito de su idioma, la montura, la situación demencial en la que estás, lo último a lo que le has dado atención es a su ropa, pero ahora ves, ahí, en su hombrera de cuero, acechante, a aquel bicho volador, esa araña apolillada que transportaba con dificultad la perla brillante.

—Dękeli! Gurakel finati! Rubakeli!
¡Dámelo! ¡Despójate de tu ropa! ¡Entrégamela!

Palideces.

XII

El brillo de la hoja en la noche, tan cerca de la cara, te termina por despertar a lo crudamente real de este inocente paseo por un bosque mágico. Aun a dos palmos de ti, sientes la espada en el cuello, te punza la garganta tanto su presencia que es imposible que no esté ya hundiéndote la carne con su filo.

No puedes hablar.

No quieres hablar, porque no es la espada, es él: la forma de crispar la mano en la empuñadura, la mirada capaz de una ira apocalíptica hacia una extraña, el odio desesperado, febril, que le afila las cejas... Es él el arma, su disposición a matar lo pavoroso. No, no es disposición, sino deseo, una sed terrible por beberse tu vida con aquella espada.

La muleta golpea el suelo.

Se te ha caído de las manos, se te ha escurrido junto a la voluntad, y la única sorpresa es cómo no has caído ya de rodillas, porque sientes que el cuerpo te empezara en el estómago o que todo tu cuerpo entero fuera este estómago estrangulado. Tu inteligencia toda en esa garra que te retuerce por dentro hasta que se te olvida cómo respirar.

Ojalá poder desnudarte.

Ojalá poder darle lo que te queda de ropa y calmarlo así, con una obediencia callada: ganarte la subsistencia por la sumisión. Pero ni vender tu dignidad puedes; sólo estar, ahí, suplicando con la mirada, viendo cómo cada silencio tuyo aviva su ira, tensa más su mandíbula, ahúma su gesto… Hasta que los labios se le deforman en repulsión y ves esos colmillos amarillentos mordiéndose la furia dentro.

Levanta el brazo armado sobre la cabeza.

—¡No, por favor!

Gritas y, aun presa de la insignificancia del miedo, escuchas que tu voz suena espectral, etérea, poderosa como suena la voz del bosque. Escuchas que el bosque habla por tu boca y hasta las raíces a tu alrededor se contraen en guardia como si hubieran gritado contigo. Pero, con el último sonido humano de tu voz, un anzuelo clavado a él te saca de dentro la brisa aquella, la fuerza mística que sólo al verte desposeída de ella, reconoces.

El bosque te abandona.

Tus manos despiertan por fin y se interponen pobremente entre los dos, pero demasiado tarde. El brazo ya ha caído en su sentencia y ves ante ti un arco de sangre, un perfecto abanico rojo que crece y vela primero al jinete, luego los árboles, la noche, las cuatro lunas...

Al fin, caes de rodillas.

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