Miradero
Antes de rendir el alma
🎙️Audio 2: Antes de rendir el alma
2
0:00
-17:31

🎙️Audio 2: Antes de rendir el alma

Primer acto: Movimientos IV, V, VI, VII y VIII
2

Este audiolibro es la continuación de:

Estás a punto de escuchar la audición dos; si te has quedado atrás, puedes buscar en el índice el audio que te falte.

Y, en caso de que prefieras escucharlo en Spotify, puedes encontrarlo aquí.

La voz maravillosa que locuta cada capítulo es de Geeknifer, ¡síguela en Escríbeme pronto!

Y suscríbete a Miradero para seguir recibiendo los próximos capítulos, o te kill you:

Esta historia continúa el:

Antes de rendir el alma

Primer acto
Movimientos IV, V, VI, VII y VIII

IV

Los golpes se amortiguan y tu mente los convierte en sílabas, como tambores funestos: CIE.
Sabes bien a dónde te quiere llevar: RRA.
Te apoyas en la pared sin poder apartar la vista de la puerta: LA.
Es otra, muy diferente a aquella, pero… PUER.
Todas las puertas esconden lo que aquella puer… TA.

—¡Cierra la puerta!

Vuelves al cuerpo flaco de la niña de nueve años que fuiste.

Tu pierna sigue allí, todavía faltan doce años para que desaparezca; la miras con curiosidad. Pero la puerta de la entrada es ahora otra: blanca, de madera fina, sin cierres, mirilla, ni siquiera pestillo.

Es la puerta del baño de la casa de tus padres.

Le habías pedido a tus padres mil veces que pusieran un pestillo en el baño, que no te sentías cómoda pensando que en cualquier momento alguien podía abrirla sin querer:

—Ni falta que hace, una puerta cerrada ya significa «no pasar» —te respondían siempre.

Y era verdad: nunca nadie te interrumpió mientras estabas dentro.

Pero ahora eras tú la que estaba fuera, la puerta entornada, tu madre que había entrado a la carrera y ahora ese jadeo, esa tensión cargada a tu alrededor, como cuando, sumergida en la piscina para llegar al fondo, sentías las sienes que se te apretaban mucho.

—¡Cierra la puerta, Alma!

La voz de tu madre tiembla, pero te la imaginas sonriendo, seguro que está sonriendo, pero raro, como si quisiera hacerte llegar una tranquilidad que hubiera desaparecido para siempre de la tierra, una que ni ella recordase muy bien cómo era.

Te acercas a la manija de la puerta, con miedo.

Nunca habías visto a tu madre actuar así, nunca le habías oído esa voz desesperada, mamá era siempre tan… Y el miedo se convierte en una curiosidad fría, como la de acercar el pulgar al cuchillo para comprobar el filo, y esa curiosidad te hace empujar un poco la puerta en vez de cerrarla.

Ves un zapato abandonado en el suelo, es de ella.

Piensas que se ha caído, así que abres más rápido y la ves arrodillada, y sus ojos te miran con un pavor milenario. Está abrazada a unas piernas larguísimas, con las rodillas muy clavadas en su pecho, unas piernas que siguen mucho hacia arriba hasta convertirse en alguien vagamente parecido a papá, como un primo suyo, inflado, con la piel violeta sucio, estrangulado por un cable que le hace el cuello imposiblemente diminuto.

Hueles lo que aquella vez cuando en el campamento de verano abristeis el pozo séptico pensando que era una cámara secreta con tesoros.

—¡¡Cierra la puerta, Alma, por Dios!!

El portazo en tu recuerdo coincide con el último golpe a la puerta de tu entrada.

—Por favor, zeñora, la he ezcuchado. Abra la puerta, tengo… Tengo miedo, hay algo terrorífico en mi casa.

La voz minúscula, horrorizada, se suma a ese ceceo casi infantil que lo hace parecer todavía más indefenso.

—Abra la puerta, por favor.

Pero ya no la golpea. Te apoyas en la pared y te dejas deslizar hasta el suelo.

Necesitas un momento, sólo un segundo.

La sombra de aquel día lleva treinta años rondándote, y te rondará otros treinta más. Has recordado aquello mil días y cien mil noches de tu vida, pero llevabas mucho tiempo sin ver la cara de tu padre; siempre era una mancha negra, un fardo sin rostro, pero esta ha sido…

Respiras hondo sin escuchar las otras súplicas que intenta el vecino.

No has tenido la vida más fácil del mundo: tu padre, el atentado, ahora el imbécil de tu exmarido… Pero siempre ha habido una llama, pequeñita, que nada de eso ha conseguido apagar. Apenas una cerilla, a veces en el corazón, otras en el estómago o en la frente: algo que te levanta siempre para encararte al mundo de nuevo.

Sólo tienes que cerrar los ojos y buscarla.

Con una exhalación larga, te pierdes en lo oscuro de ti y, muy rápido, queriendo ser encontrada, te deslumbra desde el pecho, y te levantas para sobrevivir otro día la batalla de tu mente.

—¡Fuera! ¡Fuera! —grita al otro lado, desesperado.

Y, de nuevo, un golpe a la puerta, pero más total, como si la hubiera placado con todo su cuerpo.

Te acercas a la mirilla y ves a un tipo joven, más bien bajo, enzarzado en una pelea con algo que le revolotea en la cabeza, parece un murciélago muy grande, aunque de un color extraño, que se le ha afianzado con las patas a los hombros.

V

Llevas una mano a la puerta. Se te cierra la garganta, el pulso se te acelera; dejas de pensar.

Una fuerza dentro de ti, como dirigida por los tambores de tu corazón, echa mano a una de las muletas que tienes junto a la puerta y abres, empuñándola como un garrote.

Ese ser extraño toma forma.

Parece un murciélago por las alas carnosas e incluso por ese chirrido que gime en el forcejeo, pero, tan pronto lo tienes cerca, te das cuenta de que nunca has visto una criatura así.

La piel, de un color rosa encarnado, cambia por momentos como sacudida por un oleaje que la vuelve celeste y verdosa. Entonces, con un empujón del chico, la bestia extiende las alas y ves que tiene dos patas, afianzadas a los hombros de tu vecino, y dos bracitos terminados en dedos huesudos que le agarran la cabeza.

Pero tu atención va rápido a los ojos de la criatura, brillantes, de ese celeste verdoso intenso que le recorre el cuerpo con aquellos espasmos. Sobre ellos, dos pequeñísimos cuernos y, en el morro, otro más, como de un rinoceronte en miniatura. Tiene la boca abierta, y todavía te da tiempo a ver cuatro colmillos como agujas que se destacan en esas dos filas de dientecitos.

Pese a su tamaño, la criatura consigue vencer el cuello del chico a un lado, dejándolo del todo expuesto para poder lanzarle una dentellada. Abre más la boca y una lengua larga, fina y del mismo color brillante sale de su hocico, hambrienta.

Su cuerpo se endurece, se echa para atrás como si tomase fuerza para el próximo ataque: parece que va a lanzarse de lleno contra el cuello.

VI

Te afianzas, agarras la muleta con ambas manos, concentras la fuerza sobre el hombro y descargas un golpe descendente sobre la cabeza de la criatura.

Sus huesos, tan ligeros para permitirle volar, crujen en un estrépito grotesco y sientes cómo se hacen añicos bajo tu fuerza con tanta claridad como si los hubieras aplastado con la mano.

Su piel centellea en verde por última vez mientras cae al suelo y, allí, el cráneo deformado, el cuello roto, queda de un rosa triste con la mandíbula temblándole y la mirada perdida, apagando lentamente su brillo, en algún lugar del techo.

Pese a la sangre azul oscura que le vacía la vida sobre el suelo, levanta una de aquellas garras hacia tu vecino. El chico está mirando a la criatura con el mismo sofoco que tú; el gesto curvo en una imposible mezcla de asco y pena.

Entonces, de la espalda del hombre, sale en vuelo algo brillante, pequeño y errático, como una luciérnaga del tamaño de un gorrión. Planea sobre vuestras cabezas y, el murciélago, desde el suelo, pierde el interés en el hombre y la sigue con la vista, y aun con la mano huesuda, como con una añoranza lejana, hasta que sus ojos quedan negros y la garra cae a un lado sin vida.

Bajo la mirada de los que quedáis de pie, aquella luciérnaga se aleja aleteando por el pasillo en dirección a la puerta entreabierta de tu vecino: 3º C.

—Graciaz por abrir, no qué me podría haber hecho zi

Devuelves la mirada a tu vecino, ese joven pelirrojo con el que has coincidido alguna vez entrando o saliendo del portal. Sea por el forcejeo o por el bochorno, tiene la piel tan blanca que se le trasluce en toda la cara un rubor violento. Tal vez por eso, o por ese ceceo nervioso que tiene, te empieza a transmitir una ternura tibia.

Te cierras un poco el cuello de la bata, de pronto has recordado que estás en el rellano prácticamente desnuda:

—Esta cosa… —dices sin querer mirar a la criatura del suelo—. ¿Qué es?

—No lo … He llegado a caza y me la he encontrado toda revuelta. Penzaba que me habían entrado, pero, cuando encendí la luz, zalió volando de la nada a por mí. Llamé al tercero be, pero nadie conteztó

—Normal, don Ernesto no le abriría la puerta ni a los bomberos en un incendio.

Tu vecino hace algo como sonreír y mira a la muleta que sostienes. Pese a lo brutal del golpe, no se ha dañado ni un poco, sólo está manchada de esa sangre espesa donde el impacto. Parece que un bolígrafo azul hubiera estallado cerca de ella, nada más. Notas que ahora el chico te mira la pierna prostética, que asoma bajo la bata, pero no dice nada. Cuando vuelve a levantar la vista, dices:

—Bueno… Esa luciérnaga no parece peligrosa, quizás…

VII

Tu vecino mira hacia aquella luz danzarina, muy cerca ya de la puerta de su piso. Si tiene alguna intención de seguirla, no lo parece en absoluto:

—Me da que ezta coza quería atraparla. ¿Y ci hay más dentro?

Vuelves a mirar a la criatura y, coordinados como en un cambio de bases, tu vecino te mira a ti.

No es que sepas demasiado de animales, pero eso no se parece a ninguno que conozcas. Un murciélago calvo con brazos. Las orejas muy grandes, cada una del tamaño de ese cráneo que ya no existe, y las alas amplias que se unen bajo la cadera hasta formar algo como una cola muy larga. Estás bastante segura de que los murciélagos no tienen cola. ¿Qué comen los murciélagos? Este, aparentemente, luciérnagas gigantes. Tal vez sería buena idea recogerlo, o no: llamar a la policía y que lo vieran tal cual está… Aunque tampoco es la escena de un crimen, ¿no? Caes de pronto en esas historias, esas de alguien que viene de sus vacaciones de Tailandia con un animal raro y lo suelta por ahí o lo tira por el retrete y aparece por cualquier lado comiéndose ardillas… Pero ¿y la luciérnaga? No hay luciérnagas en Madrid, y menos de ese tamaño.

En el silencio del rellano, todavía llegas a oír el aleteo; está ya ante la puerta del tercero be. No parece agresiva, todo lo contrario, pareciera que estuviese tremendamente perdida:

—Si hubiera más dentro, la luciérnaga no iría, ¿no? —dices—. Los animales saben de esas cosas.

No responde, y tampoco te hace falta. Con la muleta en alto, por si de verdad terminase habiendo más murciélagos raros dentro, avanzas hacia la luciérnaga, que justamente encuentra la apertura de la puerta y se cuela en el piso.

Aceleras el paso y escuchas que el vecino te sigue:

—Mierda… —susurra.

Ha pisado el charco de sangre y ahora va dejando huellas azules con el pie izquierdo. Te das cuenta, por segunda vez, de la pinta que debes de tener y casi te ríes: el pelo empapado, en bata y pantuflas, con una muleta del revés como mandoble.

Tocas con cuidado la puerta y la empujas un poco. El piso es un espejo del tuyo, pero como si hubiera pasado una estampida de ñus por ahí. Abres a un salón grande con lámparas, cajones, sillas, hasta estanterías y la televisión, por el suelo, y ves la luciérnaga; está en mitad del desorden volando en eses.

Entras y escuchas a tu espalda cómo el vecino se limpia a conciencia el zapato en el felpudo. Lo miras y te sonríe una disculpa:

Ez que ci no, la alfombra blanca…

La alfombra de pelo largo apenas se ve con la cantidad de trastos que tiene encima. Pese a la estampida, se nota que tu vecino tiene gusto para la decoración, aunque, ahora, lo único que quede medianamente en su sitio para corroborarlo sea un reloj de pared; un reloj blanco de péndulo, y la luciérnaga va precisamente hacia él, errática, como siempre.

Te acercas, bordeas el sofá cruzado que pretendía dividir el salón en dos ambientes —cuando los había— y llegas a apenas dos metros de la luciérnaga para darte cuenta de que no lo es. Un insecto, sí, quizá, aunque de cerca parece más una araña alada, porque sostiene con cuatro de sus patas una esfera brillante. Entiendes que es ese peso extra el que la está haciendo volar con tanta dificultad.

—No es una luciérnaga. Tiene agarrado…

Y el bicho desaparece. Ante tus ojos. Ni rastro. Sólo la pared vacía.

—¿Dónde ha ido? —dice detrás de ti.

—Estaba aquí hace un segundo… —dices.

Miras a tu alrededor, pero no está por ningún lado.

Apenas podía mantenerse en vuelo, es imposible que haya escapado tan rápido. Cuando bajas la muleta, confusa, algo se mueve ante ti, como una bruma que, al momento, se estabiliza y vuelve a la normalidad.

Con la mirada quieta sobre ese punto, sin querer pestañear, esperando que pase algo más, notas en la periferia de tu visión algo moviéndose muy rápido: las manillas del reloj. Negro sobre blanco, las manillas corren por la esfera como locas. Las señalas en silencio.

—Pero qué… —dice tu vecino, pero no termina, quizá porque estéis viendo lo mismo.

Entre el reloj y tú, esa bruma que te pareció ver aparece de nuevo, inconfundible con un efecto visual, con cansancio o con una ensoñación. Mueves la cabeza para mirarla desde otro ángulo: hay algo, una distorsión, ahí, cómo si se le hubieran empañado las gafas a la realidad.

—¿Esto…?

VIII

Te sientes tentada de una manera extraña a tocar la distorsión, ni siquiera ya para comprobar si de verdad está ahí, sino por una atracción misteriosa: la necesidad de conocer aquella bruma, darle más que uno de tus sentidos.

Miras hacia atrás.

El chico pelirrojo está inmóvil con las dos manos algo adelantadas, pero bajas, a la altura de la cadera. Parece que hubiera entendido lo que pretendes y se hubiese quedado congelado a mitad de disuasión; una disuasión tímida, precavida, como el que intenta calmar a alguien que amenaza con saltar del balcón.

Estás a punto de calmarlo tú, con una sonrisa, decirle que no la vas a tocar, que no estás tan loca, pero las palabras se te cristalizan en la garganta cuando te ves a ti misma dar uno, dos pasos hacia atrás.

Te ves a ti, tus pecas, tus rizos mojados, tu gesto torpe, extrañado, a un palmo de tu cara, como si una segunda piel se hubiera despegado de tu cuerpo. Mira a la distorsión tras de ti, no a ti. No parece que te vea. Retrocede aún más, la muleta también en mano, y los ves mover los labios, pero no escuchas lo que dicen.

Llevas un rato sin oír nada, ahora te resulta evidente.

Y, como si entenderlo deshiciera el embrujo, escuchas algo descascarillándose o rompiéndose muy meticulosamente, como se quiebran los cristales gruesos cuando una maraña de grietas lo hacen craquetear; esa traca mínima que preludia el estallido.

Devuelves la vista hacia el frente y descubres tu brazo extendido con la muleta, que atraviesa la distorsión. Ni siquiera recuerdas haberlo hecho, sólo pensaste que, quizá, acercarla sería la opción más segura y, ahora, ante ti, sólo queda tu puño y apenas veinte centímetros de muleta.

En cuanto das un tirón hacia atrás para liberarla, un vértigo te atenaza las entrañas. Te sientes del revés, como si te hubieran vaciado los órganos sobre la alfombra de pelo largo, y la distorsión te succiona.

Cierras los ojos y, tal vez, gritas.

No hay estallido.

No hay nada.

Discusión sobre este episodio

Avatar de User