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Antes de rendir el alma
🎙️Audio 1: Antes de rendir el alma
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🎙️Audio 1: Antes de rendir el alma

Primer acto: Movimientos I, II y III

¡Llega el audiolibro al fin! 🎉

Antes de rendir el alma es una serie de ficción de Miradero que, gracias a

(aka la mejor locutora de Substack hispanohablante), hemos convertido en audiolibro.

La serie tiene cincuenta y cinco capítulos, te iremos trayendo todos, masticaditos, cada martes y viernes, para que puedas ponerte al día y, cuando terminen los audios, volveremos a escribirla juntos en el Tercer acto.

¡Acuérdate de seguir lo que hace Geeknifer en Escríbeme pronto!

Y, si por algún tipo de maquinación alevosa y maligna todavía no estás suscrito a Miradero, hazlo, cojones, que mira las cosas guays que te traemos por aquí:


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Antes de rendir el alma

Primer acto
Movimientos I, II y III

Prólogo

Abres los ojos y sigue siendo de noche.

Sientes un peso atroz sobre ti, como si te hubiera placado un luchador de sumo. Piensas en alargar la mano para tomar el móvil y ver la hora, pero tu brazo no se mueve: lo ves ahí, durmiendo todavía. Intentas girarte, pero nada en tu cuerpo responde, sigue sepultado por ese luchador de sumo invisible.

Respiras con sofoco.

«Se me subió el muerto», piensas, como habías escuchado alguna vez decir a los mexicanos, y rápido te fuerzas a no pensar más en muertos. Hacía años que no tenías una parálisis del sueño, ¿por qué ahora? ¿Por qué después de tanto?

Intentas hablar, pero nada; quieres gritar, y sólo consigues echar un resoplido impotente.

I

La oscuridad de tu cuarto te asfixia.

Peor.

Con cada respiración pareciera que las sombras te cargaran los pulmones para hacerte más y más pesada. Un bloque de sombras tendido en una cama matrimonial sin matrimonio; un bloque tan pegado al borde que está a punto de levantarla violentamente, como un balancín vacío.

«Sólo tengo que esperar», piensas, «relajarme y esperar».

Cierras los ojos y la noche es completa.

Respiras por fin sin devorar sombras. Notas el aire limpio llegarte hormigueando a los dedos, quebrándote lo sólido del miedo para devolverte un poco la vida.

Entonces, como una risa diabólica, suena un móvil a tu lado. Y se te contrae el corazón como ante una pesadilla conocida.

Suena otro móvil, este en un lamento. Luego otro, una angustia profundísima; otro de ira, de incredulidad, de espanto, de hipocresía, amargura, quebranto, ansia, ahogo, ofensa, daño, nausea, tortura, súplica, condena, ¡dolor, dolor, dolor!

Tu cuarto se llena en una estridencia demencial de llamadas y vuelves a oler la sangre y la carne agria, química, sobre ti, y el metal de la vida escapándosete, y gritos, y ayudas, y preguntas desquiciantes, y no, por favor, no.

La puerta del dormitorio se empieza a abrir, tan lento, tan acechantemente. Se abre aún más despacio y asoma una pata gruesa, blanca, casi reflectante en la noche.

—Cierra la puerta…

Escuchas su voz, un suspiro sobre los tonos de los móviles, pero la puerta no se cierra y toda la pata ya está contra la pared, y otra abraza la madera, la abre, la abre, y sabes qué hay al otro lado.

—Cierra la puerta.

Su voz y distingues la forma del escorpión gigante que entra en tu cuarto como un secreto. Inmensamente blanco y cuidadoso avanza hacia ti, sube una pata a tu cama. Los móviles rugen. Luego otra. La cama siente su peso y gime. Ves la enorme cola agitarse a su espalda y brilla un aguijón como esas espadas suyas.

—¡Cierra la puerta!

El escorpión te aprisiona con su peso y castañetea las pinzas sobre ti; la orquesta de móviles se dispara en forte.

—¡¡Cierra la puerta!!

La bestia blanca se inclina, eleva la cola como una guillotina fatal y los móviles estallan en fortissimo.

—¡¡Cierra la puerta, Alma, por Dios!!

Pero la cola baja, letal, y se estampa contra el cuerpo del escorpión. Se agita sobre ti y vuelve a apuñalarse con su propia cola, una y otra vez, una y otra vez. Los móviles ya suenan a tutta forza, y su sangre blanca te sepulta. La tragas.

No puedes respirar. La tragas. No puedes, no puedes…

Abres los ojos y te duele despertar al día.

Estas sola, perdida en esa cama gigante.

Hacía veinte años que no tenías una pesadilla así. No, menos de veinte, tal vez quince o dieciséis; este año se cumplen veinte años del atentado. No deberías beber tanto antes de acostarte.

No deberías beber tanto, en general.

Deberías encogerte un poquito más, dormir quizá en una esquina, ser más pequeña y no ocupar lugar. Y desaparecer.

Anoche estabas tan borracha que ni te quitaste el liner para dormir, así que sólo extiendes la mano y conectas la prótesis a la media de silicona bajo tu rodilla. Y te levantas. Por hacer algo, por dejar de nadar entre los tiburones de tus sábanas.

Son las once y veintitrés, y parece que es lunes; te lo dice el móvil entre mil notificaciones que no te importan.

Sales del dormitorio y cierras la puerta. Vas al baño y cierras la puerta. Evitas mirarte al espejo, orinas, sales y cierras la puerta.

De camino a la cocina te vibra el móvil. Te vuelve a vibrar con la cadencia de una llamada, y ni siquiera el recuerdo terrible de la pesadilla consigue cambiarte el gesto.

Te llama el contacto «Ser horrible», tu exmarido.

Descansas el peso sobre la prótesis y te quedas mirando la pantalla en mitad del pasillo hasta que se cansa de vibrar. Inmediatamente, una notificación de WhatsApp:

«Alma, esto no va sobre los papeles…».

Le das a la flechita para seguir leyendo el mensaje desde la notificación:

«Alma, esto no va sobre los papeles del divorcio. De verdad necesito ir a por mi colección de armas íberas para la confer…».

Dejas de leer y vas a la cocina.

Está hecha un desastre, anoche tuviste que hacer mucho ruido. Con una especie de vergüenza desganada, te acercas a la cafetera, pero la Alma del pasado te quiso hacer un favor: te puso la botella de vino al lado, ya descorchado.

—Alcohólica… —Recuerdas que te escupió ese alguien con voz temblorosa—. Alcohólica… Qué vergüenza. Un pecado de macho.

II

Agarras el mango del portafiltro de café y te quedas ahí un rato, encadenada a aquella máquina innecesariamente cara, regalo de alguna Navidad ingenua. Quién podría saber entonces que hasta la máquina de café iba a ser también un pequeño soldadito de la guerra civil del divorcio.

Un café ¿para qué?, piensas.

Sigues de baja en la universidad, haciendo muy feliz a algún profesor ayudante que haya tomado tus clases.

Entonces, un café ¿para qué? ¿Para hacer qué? ¿Estar aquí, exultantemente despierta y sola? ¿Para aplazar un par de horas el volver a beber? ¿Para sentir con más fuerza la culpa con la primera copa de vino? Mejor fracasar ya, cuanto antes. No dejar espacio para…

Involuntariamente, tu mano te saca de la paliza mental al liberar el filtro de café.

Así, como dejándote llevar por la corriente de un río, te rindes a que le de dos golpes en la basura para sacar el café viejo, y que escale por los armarios buscando los granos nuevos. Al abrir el paquete, un aliento rústico te serena, te recorre por dentro y, al espirar, dices:

—Alexa, música para revivir.

—Reproduciendo playlist «Música para revivir» de Spotify.

Como una pianista sosegada, tomas una medida de granos, los mueles, lo pasas al filtro, nivelas, aprietas, encajas el portafiltros y la máquina empieza a ronronear.

Y silencio.

Entrecierras los ojos, como si esperaras un nuevo bofetón de tus pensamientos, pero nada.

No están.

Por fin algo de calma dentro de ti. Hacer cosas los espanta. Tomas la botella de vino y la guardas en el armario, con cuidado, como si no quisieras despertarla. Luego, los vasos y copas sucias, los platos, los cubiertos, en el lavavajillas. La comida a domicilio, las manchas de vino derramado, el rastro de patatas…

Cuando terminas, el café está frío, pero también tu cabeza y, si la vida te da limones… Tomas del congelador dos hielos y conviertes el café frío en un café helado con leche. Ya estás de camino a la mesita del balcón cuando escuchas unas llaves preñar la cerradura de la entrada.

—Alexa, stop.

Esa puerta, o ataúd, se abre y aparece por ahí el Ser horrible. Al verte, justo en el salón, mirándolo, cambia la cara de cuidado a la de haber roto algo y ser pillado infraganti.

—Esta ya no es tu casa. No puedes hacer esto —dices, con una fachada de acero y un corazón de flan—. Y cierra la puerta de una vez.

Se toma su tiempo para cerrarla, hasta te da la espalda en un giro ceremonioso. Está ganando tiempo para pensar. Es un crío. Un crío con el pelo cano. Un crío que se compró un disfraz de profesor maduro interesante para Halloween y decidió no quitárselo jamás.

Se gira por fin y te mira con aquel azul intenso. Qué cruel es el mundo siempre. Y el azul baja a tus manos, a tu vaso con hielos, y vuelven en un relámpago acusador a estamparse contra tus ojos marrones, cansados:

—¿Es un Baileys?

—Es un café helado, imbécil.

Y el Ser horrible libera la tensión de los músculos, más que aliviado, molesto o incómodo, como si hubiera perdido una buena oportunidad para meterte ese dedo sin alianza en la herida del alcoholismo.

—Don Ernesto me llamó anoche para pedirme, por favor, que hiciéramos… Que hicieras, menos ruido. ¿Qué pasó anoche aquí?

Está haciendo lo mismo de siempre. Tú eres el que se ha metido sin permiso en mi casa, tú eres el que la está cagando.

—No todos los días se cumplen cuarenta y dos años, tengo derecho a celebrar como me dé la gana. Don Ernesto podría haber tocado a la puerta y se lo explicaba yo.

—No sé si estarías tú para explicar nada a nadie…

—Para —dices y notas el labio temblarte—. Para esto de una vez. ¿Quieres tus espaditas de mierda? Cógelas y vete de aquí.

Le das la espalda para ir al balcón, para que no vea que todavía sabe hacerte llorar. En su lugar, sales y dejas que el Parque del Oeste entero te vea hacer mohines reprimidos y limpiarte los ojos con las mangas de la bata.

Entonces, levantas la vista y ves un avión negro. Entonces, levantas la vista y ves un avión negro. Sobrevuela el parque, a bastante altura, parece un avión militar. Sobrevuela el parque, a bastante altura, parece un avión militar.

Otra vez esos déjà vu.

Y ya sabes que vas a pensar en cuando eras pequeña. Cuando eras pequeña le decías a todo el mundo que serías piloto de avión. Y ya sabes que te vas sentir triste. Es injusto, pero una agujita de pena se te clava, haciéndole vudú al recuerdo. Y ya sabes que vas a forzarte a recordar que eres de las catedráticas más jóvenes de España. Nunca has pilotado un avión, pero no conoces a nadie que haya sido catedrático tan pronto en su carrera como tú.

Eso también es volar…

Eso también es volar.

El avión sigue muy despacio hacia el Arco de Moncloa y desaparece.

Dentro, a tu espalda, escuchas un ruido. El Ser horrible ha terminado de empacar sus piezas íberas. El tintineo de metales crece. Va desde el despacho hasta el salón junto a unos pasos graves que buscan ser escuchados.

III

Cruzas las piernas, la prostética sobre la otra, como si estuvieras cerrándote un candado a ti misma para no levantarte a su encuentro.

Una parte de ti quiere tomar alguno de esos soliferrum íberos de los que está tan orgulloso y ensartarlo; dejarlo ahí, en mitad del salón, como un trofeo de guerra contra los bárbaros o una advertencia para el resto de clanes.

Hay otra parte que…

Aprietas más el candado para asfixiar esos otros pensamientos.

Por fin, los pasos a tu espalda, cansados de dilatar su marcha, llegan a la puerta y cierran con una tibieza hipócrita, con el cuidado mal medido de a quien le encantaría dar un portazo.

Y sueltas una bocanada de aire. Respiras tranquila, después de haber contenido el aliento inconscientemente, y te sientes bien.

Si no ensartarlo, quizá al menos deberías haberle pedido su llave, evitar que esto vuelva a pasar, que algún día entre y te encuentre muy bebida.

Te da algo de vergüenza pensarlo.

No que él te pille bebiendo, sino que tú preveas ese escenario, que preveas que vas a volver a beber sin control. Pero echas una mano al vaso helado y el sorbo te sabe a fuerza de voluntad. Si hoy has elegido un café, podrás elegirlo la próxima vez.

Entonces, al devolverlo a la mesita, ves su cabeza cana salir del portal y la tijera de sus pasos caminar casi a la carrera hacia un coche en doble fila con los cuatro intermitentes parpadeando.

No es su coche.

No sabes demasiado de coches, pero sabes diferenciar su todoterreno Mitsubishi, viejo y siempre con barro seco por alguna excavación, de ese cochito rojo con las esquinas muy redondeadas y coquetas.

Se abre la puerta del conductor: Claudia Castellano Correa.

Claudia Castellano Correa sale del asiento con la melena castaña en una coleta danzarina y unos vaqueros tan apretados que podrían mandar de vacaciones a su epidermis. Claudia Castellano Correa le da un beso fugaz, habla un segundo con él y, mientras rodea el cochito coqueto hacia el asiento del copiloto, el Ser horrible deja un bolso largo en el maletero.

Se sube, quita los indicadores y se van.

Es imposible no reírse, así que te ríes. Y lo oscuro de cada carcajada te va cavando dentro un agujero profundo.

No sólo fuiste tú la que recomendó personalmente a la doctoranda Claudia Castellano Correa a «alguien especializado en artefactos bélicos íberos» para que le dirigiera su tesis, sino que hace veinte años tú misma habías tocado al despacho del Dr. Horrible para que dirigiese la tuya.

El círculo se repite en una macabra devoración de cuerpos jóvenes, aunque ahora veinte años más agostado el Indiana Jones de Carabanchel. Y tú sólo puedes pensar en por qué ese imbécil no la dejará conducir su propio coche.

Los hielos del café tintinean en el fondo del vaso vacío, el Parque del Oeste de pronto pierde tu interés, seco ya en su intento por darte paz, y el calor termina por obligarte a rogar una ducha.

Entras y cierras la puerta. Caminas por el pasillo oliendo el perfume que dejó su sombra, llegas al baño y cierras la puerta.

Ahí estás tú.

Más pálida de lo normal, más delgada de lo normal, pero con los mismos rizos disparatados de siempre y esa constelación de pecas que nunca te ha abandonado.

Cuando eras pequeña, tenías un juego secreto contigo misma y es que, cuando tenías que tomar una decisión, salías corriendo al espejo o buscabas esa concha marina de la Sirenita entre tus juguetes y te mirabas las pecas.

Y buscabas.

Como siempre te salía alguna nueva, te imaginabas que esa nueva peca te estaba guiando hacia alguna dirección. A veces, al nacer cerca de otra, parecía formar una letra o, por aparecer en grupos, era como una flecha que apuntara hacia algún lugar, o a un grupo de pecas con forma de otro algo y, de algún modo, siempre conseguías interpretar lo que tus pecas mágicas te querían decir.

Hace mucho que no hablas con tus pecas, así que, con una diversión infantil dentro, te acercas, cierras los ojos y preguntas en tu mente:

“¿Qué tengo que hacer ahora, pequitas mágicas?”

Al abrir los ojos, te llama la atención un grupo de pecas bajo el ojo derecho. Forman un pequeño círculo, algo deforme, casi ovalado, con tres pecas pequeñitas algo más difusas en el centro. Aunque, viéndolo mejor, tal vez sea una flecha apuntando hacia ese círculo.

Piensas en el difusor de la ducha y supones que las pecas aprueban tu decisión de ducharte. La niña que fuiste te sonríe y aquel agujero profundo se cierra un poco.

Preparas la banqueta para salir, la toalla, te quitas la prótesis y el liner, entras y cierras la puerta de vidrio.

Es agradable ducharse con la estabilidad de haberse bebido un café en vez de un par de vinos.

Así, después de haber pasado en remojo el tiempo de dos duchas, escuchas el timbre. Piensas en simplemente ignorarlo, lo más probable es que sea el señor que va por los pisos vendiendo verduras, ese que no sabes cómo, pero siempre termina colándose en el edificio.

Pero el timbre suena otra vez, y otra, y, ya fuera de la ducha, poniéndote la prótesis lo más rápido que puedes, los timbrazos se convierten en golpes a la puerta junto a un lejano «por favor, por favor…».

Corres hasta la entrada en bata y escuchas una voz al otro lado que dice:

—¡Por favor! ¡Hay algo en mi casa!

Te quedas congelada ante la puerta.

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