🍃Te prometí una fiesta
Y, como en todas las buenas fiestas, dura bastante y te van terminar doliendo los pies... ¡PERO! Los que lleguen al final del texto, son los que verdaderamente merecen el texto de hoy.
El barquero echa una soga al noray y lo atrapa como a una cabeza de ganado. La barca se sacude con cada uno de sus tirones, que os acercan al muelle; y, cuando las maderas chocan, te ayuda a saltar a la plataforma. Pero ves que desata la soga con intención de irse:
—¿Usted no viene? —dices.
—¡Quizá para la próxima! —Se despide con una sonrisa de mofletes colorados, que mantiene, añorante, todavía cuando se sienta para remar.
El sol aún está por salir, has llegado bastante antes de lo que pensabas. Te palpas para recordar dónde guardaste la invitación. Ahí está:
Cuando Samu dijo aquello de hacer una fiesta el día que Miradero llegara a doscientos suscriptores, nunca te creíste que iba en serio, pero aquí estás… Porque de verdad te gustan mucho los cócteles con sombrillita.
—¿Samuel Domínguez? —había dicho la panadera del pueblo—. Ah, sí, un tipo bastante raro. ¡Y más rara es la gente que sale del mirador suyo, ese, que se ha hecho! Vive en el viejo faro, pero por tierra vas a tardar días en llegar, seguro que alguien en el puertillo te puede acercar en barca.
En el puertillo te encontraste a una panda de remeros, con una pinta un tanto extraña, que no dejaban de hablar de una galera, algo así como Nuestra Señora del… No sé qué. Por suerte, conociste al buen Alfonso y se prestó a traerte.
Te dijeron que el miradero era fácil de encontrar, así que, con la invitación en la mano, como si alguna de aquellas peñas fuera a pedírtela, avanzas, muy poco, hasta que te encuentras a una joven campesina que mira a un lado y a otro en una encrucijada.
Al verte, te sonríe. Lleva colgada una cruz de plata y una mochila rústica, que se menea de un lado a otro cuando trota hacia ti:
—¡Salud hayáis! ¿También vais a Clavijo?
—Eh… No, la verdad es que voy a una fiesta en un miradero —Le muestras la invitación.
—¡Mirad por dónde! ¿Sabéis? Yo también estaba invitada a esa fiesta, pero me hacía lejos, por León. Supongo que no pasa nada si me acerco a saludar... ¡Por cierto! Soy Aldonza de Clavijo, mucho gusto.
Le estrechas la mano y continuáis el camino hacia la punta de faro, que se ve ya tras las peñas. Habla ella de sus aventuras, sobre todo de la catedral de Santiago, que, de tan altos los techos, dice que hasta llovía dentro de la iglesia.
Pero algo te llama la atención.
Pensabas que había un pájaro volando bajo o algo, pero ya no tienes dudas: hay una pequeña sombra que os sigue. Lo has cazado a ver entre las peñas, observándoos mal escondido, como si no supiera demasiado bien cómo hacerlo en este terreno tan escarpado. Es un ser peludo, pequeñito, con los brazos cortos y panzón.
—Y le dije: no, mi muy señor mío, Aldonza de Clavijo no va a aceptar esos términos ni de usted ni de Su Mismísima Católica Majestad. Y luego me fui. Oh…
Os detenéis. El camino de peñas se cierra delante y, entre Aldonza con el macuto y tú con ropa de fiesta, no es que estéis para escalar. Sin embargo, junta las manos para hacer bocina con la boca:
—¡Señorito bonboi! Ha tiempo que os he visto rondándonos. ¡Venid y abridnos paso como sabéis!
Se escucha una diminuta exclamación de asombro.
Tarda, pero unos pasitos se acercan deprisa y el bonboi aparece con unas tijeras brillantes, casi de su tamaño, y, como si fuera papel, escala y va cortando en dos, con algún esfuerzo, el muro de roca. Para cuando llega a la cima, las dos partes se doblan creando un pasadizo de paredes perfectamente rectas.
Cuando cruzas, el bonboi te salta en la cabeza y queda ahí, sentado.
Por fin ves el miradero: un faro, no demasiado alto, que hubo de ser verde intenso en algún momento; ahora, clarito, el color muy bebido por el sol.
A medio camino, en el césped dentro de esa herradura natural que rodea el miradero, hay un grupo de colegialas, con faldas verdes a cuadros, que bailan zapateando, a la irlandesa, mientras tararean una canción y ríen.
No quieres interrumpirlas, así que sigues hacia el grupo de niños que está sentado en los escalones del faro. Se levantan para haceros paso al ver que vais hacia la entrada. Visten trajes antiguos, aunque con pantalones cortos y los bolsillos pesados, muy llenos de lo que parecen… ¿piedras?
Uno de ellos te mira, con esa sonrisa mellada de embaucador:
—¿Diría usted dentro que soy su acompañante? Es que Samuel no deja entrar a menores…
Antes de que puedas responder, Aldonza le reprende y le dice que una fiesta así no es lugar para niños, que seguro se lo puede pasar mejor jugando al aire libre. El niño chasquea la lengua, pero mira al grupo de bailarinas, que sigue tarareando aquella canción; medio circense, medio folclórica:
—Bueno… Esto tampoco está tan mal.
Subís los escalones hasta la puerta blanca y, en cuanto tocas dos veces, como si estuvieran esperando, abren.
Es un hombre maduro, patillas pobladas y mostacho espeso, todo ya adentrándose al invierno de las canas. Lleva una chistera, una casaca azul y un bastón con puño de marfil, que aprieta bajo un brazo contra el costado:
—¡Aldonza, querida! ¡Tanto tiempo! —Se lanza a besarle la mano.
—¡Tanto, tanto, don Manolo! —Sonríe y se le acerca, cómplice—. Me enteré de que les hicieron serie. Mil enhorabuenas tengan.
—¡Dieciséis capítulos tendremos! Nada mal para unos vejestorios como nosotros.
—¡Oiga usted! Que tengo yo cuatrocientos años más. Pero dígame, dígame… Entonces, ha de estar por aquí también la señorita Amalia, ¿cierto?
—Arriba se halla, creo —Asiente con complicidad—, es que hay un piano.
Aldonza se apresura a entrar y escuchas sus pasos perderse escalera arriba. Don Manolo la ve irse, sonriendo, hasta que por fin vuelve a ti y se le dibuja una interrogación en las cejas:
—Excúseme la pregunta, pero ¿de qué cuento viene usted?
—Yo... No sé, Samu sólo me dijo que viniera, no dijo nada de traer un cuento.
Aparece un hombre rubio a su lado, mucho mejor vestido:
—¡Oh! Es quien lee... —dice y ambos te contemplan con verdadera admiración.
Te hacen pasar, casi a rastras, y entras a una salita circular.
—No sé si me conoce —dice el rubio—, imagino que sí, pero lamento ser yo quien le diga que llega usted muy pronto. Aunque a Vin se le da increíblemente bien hacer fuego, la barbacoa todavía no está lista. Me temo que tendrá que esperar al resto…
El joven señala al fondo de la sala. Un adolescente, casi un niño, vestido con pieles y muy tostado por el sol, te sonríe mientras abanica el fuego de una parrilla. Pero desvías la vista:
¡Un cóctel con sombrilla!
En una mesita hay un coco con una sombrillita y un líquido espumoso dentro. Lo tomas y adelantas los labios para beber, pero los dos saltan a detenerte:
—¡No, no! —gritan.
—Disculpe la confusión —dice don Manolo—, pero eso es también un invitado. Le aseguro que es algo que no le gustaría beberse.
Teniendo el coco tan cerca, escuchas tambores tribales y, al mirar de nuevo la espuma, ves la silueta de una reina que te mira airada.
—Los cócteles de verdad los hará Samuel luego, a la noche —dice el rubio—. No ha parado de hablar de que son los que hacía en su época de bartender en Australia —Se acerca, confidente—. Entre usted y yo, estoy muy seguro de que toda esta fiesta es sólo una excusa para poder hablar de eso.
Les preguntas que dónde está y te dicen que probablemente arriba, así que te despides de ellos y subes las escaleras, que ascienden, circulares, pegadas a la pared. A mitad de camino, la puerta de la entrada se abre y escuchas desde fuera:
—¡Eh, no es justo! ¡Dijeron nada de niños y ya van dos!
Y una niña muy morena entra corriendo para estamparse en un abrazo a Manolo. Cuando estás a punto de llegar al segundo piso, mira para arriba y te saluda agitando mucho la mano.
Esta sala es igual que la primera, algo más pequeña, tal vez, y hay un grupo de gente hablando al fondo. De él, una mujer te mira y sonríe al acercarse. Una chica de pelo rizado, con muchas pecas, y, como tiene un vestido hasta la rodilla, ves que tiene una pierna prostética:
—Qué bien tenerte por aquí —dice, y te da dos besos—. Soy Alma. Todavía no hay comida ni bebida, lo máximo que te puedo ofrecer… Es uno de los platos, vacíos, de Cherokee —se ríe.
Un hombre canoso, con rasgos entre hispanos y asiáticos, sostiene un plato, formidable, de porcelana con ligerísimos diseños florales. Por lo que escuchas, parece que le explica al grupo cómo haber hecho diez toneladas de platos malos le llevó a hacer, sin esfuerzo, los maravillosos platos de la fiesta.
—Ven, que te presento —dice Alma.
Y el grupo se abre al ver que os acercáis.
Aparte de Cherokee, hay una chica exactamente igual que Alma, pero con los ojos de un violeta intenso que da algo de vértigo mirar. A su lado, un chico pelirrojo, en traje, aunque sostiene un yelmo medieval, y, por fin, un niño y un anciano.
—No sé si ya os conocéis, pero estos son Lila, Cándido, el Guardián de Eshayia…
El yelmo mueve la celada al hablar:
—El Último Guardián de Eshayia, pero sí, no tiene importancia…
Alma señala al niño y al anciano:
—Y estoy bastante segura de que no has coincidido con Canito y Tío Juan, pero probablemente pronto tengáis tiempo de conoceros.
El niño, morenito, sonríe y deja ver un hueco negro en el colmillo. Se nota que lo han hecho vestirse formal a la fuerza, tiene la corbata muy suelta y la camisa abierta dos botones. A su lado, el anciano, vestido con uniforme de veterano del ejército, te mira con un cálido azul en la mirada y se inclina un poco, exculpándose:
—Sé que no la conoce aún, pero Lucía, la Generala, me pide que la disculpe en su nombre por no poder estar hoy. Está, bueno… Realmente ocupada.
Le dices que no se preocupe, además, es cierto que no tienes ni idea de quién es Lucía. Alma se ofrece para buscar un modo de hacerte un café, pero le dices que no hace falta, que primero quieres subir a saludar. Y vas al otro tramo de escaleras mientras el grupo vuelve a sus conversaciones.
A medida que te acercas al segundo piso, la música de piano se hace fuerte contra las conversaciones y, al llegar arriba, lo primero que te fijas es que el suelo tiene parqué encerado. Al fondo, un pianista toca de espaldas y en el mismo medio de la sala, aun con vestido de fiesta, una chica esbelta y pálida baila suavísimamente al ritmo ligero del piano.
En una de las paredes hay una fila de sillas. Reconoces a Aldonza, tan emocionada con el baile de Amalia que ni repara en ti. A su lado, hay un chico con aire filipino que duerme plácidamente y, ya junto a ti, un hombre con un gato blanco en el regazo, que le dice, señalando al pianista con un gesto de cabeza:
—¿No quieres también tocar el piano mejor que él?
—Por Dios… Supéralo ya —dice el gato.
Salta de su regazo y, al pasar a tu lado, se te pega mucho a la pierna y ronronea. El bonboi, del que hasta ahora te habías olvidado que tenías en la cabeza, salta a por el gato y corren escaleras abajo. Amalia cruza entonces la mirada contigo y sonríe antes de hacer un cabriole y seguir con su baile.
No quieres molestar, así que vas al siguiente piso.
Ya van siendo muchos escalones y, cuando llegas a la ventana a mitad de trayecto, miras, como queriendo llenarte un poco más de aíre y el susto casi te hace caer abajo. Al otro lado, aun siendo un tercer piso, hay un hombre pasmado, que mira hacia dentro, a la nada.
Aceleras el paso y llegas, por fin, a lo alto del miradero; una sala mucho más pequeña, aunque, al ser casi todas sus paredes acristaladas, aun de noche, parece que fuera enorme. En la única pared hay una puerta negra con letras plateadas:
Das un brinco. Al lado de la puerta hay un gorila, erguido y en traje, que te mira y rebota la mirada hacia abajo. Una rodilla en suelo, ante la puerta, hay un chico con barba que parece estar intentando forzar la cerradura. Crees que es Samuel, pero, cuando el gorila le da dos toques para avisarle de que estás ahí; al girarse, ves que es alguien casi idéntico, pero no es él.
Se le parte la ganzúa y refunfuña mientras se levanta.
—¡Qué pronto has llegado! —Se le cambia la cara—. No me digas que tú ya tienes la llave.
—¿Qué llave?
—Nada, nada —Te estrecha la mano—. Encantado, soy
. Si estás buscando a mi hermano, me da que está fuera.En lo que giras la cabeza hacia la barandilla exterior y vuelves a mirarlo, ha sacado el móvil. Parece que marca un número. Te hace un gesto, para que le disculpes un momento:
—¡Hey! Sí, cuánto tiempo, cuánto tiempo. Ya ves... Bien, bien. Mira, que te iba a comentar: mi hermano tiene una newsletter y creo que te iba a molar porque… —Baja las escaleras.
El gorila te sonríe, como sin saber qué hacer, hasta que al fin da un paso al frente y las maderas crujen:
—Mi nombre es llamo Milton Miller, perdón mi poquito español.
Te ofrece sólo el índice y, aun así, lo estrechas con alguna dificultad.
—I was waiting to go over something with Sam, but that’s all right; you go ahead.
Te hace un gesto y vuelve a cruzarse de manos sobre el cinturón, sonriente. Asientes y sales.
Un punto rojo crece, eternamente imparable, y prende el horizonte como una mecha. Entrecierras los ojos. El mar se despierta en brillos, se les encienden las enaguas a las nubes y un salitre vivo te llega con lo tibio del primer viento.
—¡Justo a tiempo!
Sólo cuando escuchas esa voz sobre ti, te fijas en las piernas que cuelgan del techo del miradero; ahí estoy, despeinado, como siempre me quiere ver el puto viento.
—Siempre es un buen momento para practicar lo que me enseñó Clara... ¡PERO!
Salto a la plataforma, a tu lado:
—Te han preparado algo más importante que ese sol.
Te tomo del hombro y te acompaño a girar, a darle la espalda al amanecer; dentro, se han reunido todos: Aldonza, Manolo, don Julián, Inés, Alma, Cándido… Pero también La Cangreja, Luciano y Diego Tramontana; Dolores y Sebastián; Ser horrible, Susy… Hasta la plasta que es el Pupu, que destaca sobre el grupo, al fondo, junto a Milton Miller.
Toda la pequeña habitación está repleta de caras conocidas y por conocer y, de entre la multitud, se empieza a crear un hueco, como si abrieran paso a alguien, hasta que por fin sale a primera fila un niño con gafas, tembloroso, con un folio.
—Venga, tranquilo Juanito, que lo vas a hacer très bien —le dice Amalia antes de volver al grupo.
—¡Samuel, apártate a un lado, hombre! —se escucha una voz.
—Perdón, perdón —digo, y me pierdo también en el grupo.
Tan solo quedas tú, entre el amanecer y nosotros, y Juanito coge aire antes de hundir la cara en el folio:
—De parte de todos los que salimos en Miradero queremos darte las gracias por leernos siempre y siempre pasar tiempo con nosotros y ser amable y reírte y a veces también pasarlo mal como con dolor de barriga con nosotros y queremos decirte que te queremos mucho porque gracias a ti podemos estar también aquí y nos gusta mucho estar aquí porque nos gusta mucho la gente y no nos gusta estar en un cajón oscuro y como nos vemos siempre estamos contentos y queremos que sigamos viéndonos mucho tiempo más porque así estamos felices.
Levanta la cara y arruga la nariz para subirse las gafas. Sonríe y se va corriendo de nuevo al grupo desde que empiezan los aplausos y los vítores. Don Manolo, con la chistera calada, aprovecha el hueco para dar un paso al frente:
—Lo que ha querido decir, maravillosamente, Juanito es que, todos aquí… —Reparte una mirada por la sala hasta volver a ti, y se le suaviza la voz—. Te debemos la vida. Y te estaremos eternamente agradecidos por ello.
De pronto, se pone muy serio, recto, y se le mueve la nuez al tragar. Echa una mano a la chistera y se destoca a la vez que hace una amplia reverencia.
Tras él, todos nos doblamos también en reverencia y, al fin, el sol aparece completo en el horizonte.
Si no te has enterado de naaaada de lo que ha pasado
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Si te ha gustado ver tantas caras conocidas juntas
(que por eso no ubicas a los remeros del principio)
Ooow, qué bonito Samu🥹. Estoy de acuerdo con tu hermano, esto es solo el principio. Cosas grandes te esperan porque tú las creas. Aquí estaré para seguir viendolo y sintiendolo como solo tú sabes transmitirlo. Besos🫶
Ayyy.... Samuel, qué forma más bonita y original de celebrar el hito... 😍😍 Me ha encantado! Y sé que no estás aquí por las cifras, pero coincido con tu hermano en que las 200 personitas que te leemos somos sólo el principio de algo mucho mayor... tienes el talento, las ganas, la perseverancia y el "desde dónde" bonito en el alma. Tienes todos los ingredientes para el éxito. 😊
Gracias por la mención a nuestra colaboración... justo antes de verla te iba a decir que, para no apreciar tan fácilmente la belleza en los atardeceres, esa descripción del amanecer que has escrito olía a belleza sublime! 😉
Un abrazo enorme Samuel. Seguimos caminando juntos por aquí. 💙💙💙